Vea la portada de CANARIAS7 de este viernes 14 de marzo

La muerte de Alexis Ravelo es una de esas cabronadas sin preaviso con las que la vida decide golpearnos, de forma tan despreciable que quiso hacerlo un lunes lluvioso por la mañana. Precisamente a él, obrero del verbo que despreciaba los lugares comunes. El fallecimiento de Alexis nos interpela a todos. A los que le queremos, a los que le leímos y a los que habitamos en esta sociedad que él tan bien escrutaba desde sus libros, siempre poniendo el foco en rostro de las «ratas con corbata». Sabía muy bien para que bando jugaba y, si estabas en el suyo, siempre estarías protegido por su imponente figura, su voz grave, pero, especialmente, por su dulzura.

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Alexis fue generoso. Lo fue con sus lectores hasta el final, afrontando cada línea sin dejarse nada atrás. Tal vez perdiendo algo de vida en cada párrafo, sin retroceder a pesar de que cada idea conlleva una consecuencia. No descubriré a ninguno de sus lectores que en sus libros hay una cartografía esencial de la realidad social de la Canarias de las últimas décadas. Y que eso no siempre fue cómodo ni para él ni para los que sentían aludidos por sus historias.

Pero fue más generoso aun con los que pudimos entrar en su universo personal, ese al que te invitaba sin demasiados procesos de selección. Le bastaba con observarte, mirar por debajo de las gafas con esa mirada curtida en los barrios y los dos lados de las barras, allí donde se forjan los rebeldes. Si le entrabas por el ojo eras de su tribu. Y allí siempre se siente el calor del hogar. El calor de las brasas.

Porque habrá quien diseccione mejor que yo al Ravelo escritor. Al maestro de lo negro que hizo de Eladio Monroy el rey de la ciudad. Al tierno escritor que logró el sustento con preciosas historias infantiles. Al dramaturgo genial que firmó casi en el anonimato brillantes obras de teatro. Pero yo me quedaré toda la vida con el Alexis de las brasas. El que junto al fuego construyó un arca en el que sus amigos estábamos a salvo. Encontrábamos refugio. Mientras se calentaba el carbón y ofrecía con orgullo un vermú, siempre con sifón. Esa es la imagen que nunca podré olvidar; los acordes desafinados de una vieja guitarra y el atentado perpetrado a las canciones de Rubén Blades.

Nunca olvidaremos sus libros, que permanecerán en nuestras estanterías y que algún día, cuando este dolor decida atenuarse, volveremos a leer. Pero tampoco podremos apagar las brasas de un tipo que vivió como escribió. A corazón abierto.

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