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Carreras de bicicletas en Cifuentes. Txema Rodríguez
Retorno a La Alcarria: De Cifuentes a Trillo

Retorno a La Alcarria: De Cifuentes a Trillo

Señores que corren en sus bicis y montañas lejanas que parecen grandes tetas

Txema Rodríguez

Jueves, 24 de agosto 2023

Siguiendo el camino hacia Cifuentes, a mano izquierda asoma una extraña construcción, Cívica se llama, a cuyos pies un notable grupo de moteros y parejas jóvenes con niños esperan su turno. Como hay que pagar y esperar decido que no me interesa. Cualquier excusa sirve hoy en día para montar un sacaperras, en eso pienso mientras busco un recodo para contemplar el Tajuña camino de Masegoso y, cuando llego allí, a este pueblo del que no quedó en su día ni una piedra, me cuesta mucho hallar seres humanos. En realidad ahora es un grupo de casas iguales, uniformes, como un cuartel con sus dependencias. La luz es dura y reverbera sobre el asfalto. Al fondo, una pareja, Juan y Bleona, desayuna sobre la acera. Tienen una perra, Gina, que enseguida viene a que le rasque la barriga. Él trabaja conduciendo un Uber en la capital y ella, de momento, intenta buscarse la vida o rehacerla. Viene de alguna de las antiguas repúblicas rusas y es desconfiada. Los dejo tranquilos y sigo hacia Cifuentes, donde nació la princesa de Éboli, y en cuyas calles se nota el peso económico y administrativo de la comarca. Entro un rato en la iglesia de San Salvador y aprovecho que están en misa para quitarme los calores, luego curioseo un rato la Casa de los Gallos, la plaza mayor con soportales y abarrotada de coches, paso por la judería y llego hasta la ermita del Remedio, que es gótica, pequeña y tranquila. Luego voy a ver la balsa donde nace el río que da nombre al pueblo pero aquello es un mar de gentes, mujeres con carros de bebés y niños.

Al principio me desconcierta ese paisaje y al cabo de unos instantes compruebo que se celebra una de esas carreras de bicicletas de montaña y que por el camino del castillo comienzan a bajar hordas de señores pedaleando mientras un tipo agarra un megáfono y hace huir a todos los pájaros en kilómetros a la redonda. Poco después, las que esperaban se funden en besos y abrazos con los ciclistas sudorosos pero ya voy rumbo a Gárgoles de Abajo, que huele a migas con chorizo aunque no exista un lugar donde probarlas. En la esquina de la carretera hay una mujer sentada que me saluda sin mirarme, levanta la mano como un gran jefe indio. El todoterreno de la Guardia Civil pasa el rato en el siguiente cruce, con el motor en marcha, frente a la posada donde Cela desayunó, ese tío se pasaba el día comiendo y una placa conmemorativa sobre la fachada quebrada por el paso del tiempo lo recuerda. Camino por las calles desiertas, que parecen las de un lugar donde hace tiempo hubo un desastre nuclear.

Camino de Trillo asoman a lo lejos las tetas de Viana y por Gárgoles también las tetas de la central nuclear. Dos protuberancias oscuras y desiguales en forma de montañas mochas y las otras dos iguales, blancas, lisas y brillantes. Pechos imaginarios que han pasado por un cirujano. El camino, en esta tierra de subidas y bajadas, en compañía del río Cifuentes, se va haciendo un poco más abrupto y al llegar al pueblo se confunde en subidas y bajadas, escaleras, cuestas, puentes y murmullos del agua que le ha dado tanta fama.

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Es media mañana y las calles están desiertas. Sólo una pareja deambula por las escaleras que acompañan el curso de la cascada, se hacen fotos junto a un árbol seco. Me detengo a tomar un café en el bar, con una enorme terraza, que ofrece vistas al espectáculo estrella del lugar. Me dice una mujer, sentada en una de las mesas, estirada como un reptil sobre la silla para aprovechar cada rayo de sol, que medio pueblo está en un entierro y la otra mitad restante partió o bien a una excursión de jubilados a Budapest o a ver una ganadería de toros en Albacete.

– Así que eso es la España vaciada, intento bromear.

– ¿Eso qué es?.

– Un concepto.

Voy a por mi café y sigo dentro la charla con otra mujer, Mari Luz, que atiende la barra con eficacia. Dice que nació en uno de los Pueblos Negros, al norte de la provincia. Le prometo ir un día de verlos.

– Hace muchos años que vivo en Madrid, pero vengo aquí a trabajar los fines de semana.

Veo tras la barra un logotipo, el mismo que lleva en su camiseta negra, que dice 'Gastronomía solidaria' y resulta que es una ong que acoge y forma a inmigrantes como cocineros y luego les da empleo.

– El que les enseña es mi marido. Ahí dentro, dice mientras señala con la mirada hacia la puerta de la cocina, hay uno que llegó a España escondido en un montón de chatarra.

Me acabo el café y un pepito de crema. Sobre la cafetera un cartel muestra la oferta gastronómica del día. Hay gazpacho, alubias de matanza, huevos rotos con bacon y fideuà mixta. Imagino a un grupo de subsaharianos al otro lado de la pared cocinando ese menú. La realidad siempre resulta sorprendente.

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