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Catalina García / Ajuy
Hasta de pescadores de caña en el cantil se ha quedado huérfano Ajuy tras el estado de alarma. El vacío se constata nada más avistar este pueblo del municipio de Pájara, cuando luce el camino a las cuevas sin el serpenteo diario de guiris. A la playa sólo llegan las olas del mar de fondo y no turistas en pos de un poco de sol. La brisa marina es el único cliente de bares y restaurantes ya cerrados.
La costa de Ajuy, con sus cuevas y la duna fósil que hace de acceso, está como en el Cuaternario en que se formó: sin rastro humano. En el pueblo, Yolanda Quesada pasea a Goliath y Nono la primera de las tres veces que, a diario, le exigen. Esta abogada, que el estado de alarma le cogió en su segunda residencia y optó por quedarse en Ajuy, se ha apuntado al teletrabajo, salvo los días que su bufete de Corralejo la requiere presencialmente. Ella, perritos en ristre, tiene un mensaje positivo para la sociedad, pero es muy crítica con los políticos: «Los políticos están demostrando que piensan globalmente y actúan localmente, provocando que se alargue esta crisis».
Yolanda se despide con «a reinventarnos toca, no queda otra» cuando le abre la puerta de casa su marido Thomas «te deletreo: Hardthmann», también abogado, que habla de la ventaja de residir en Ajuy. «Sin los visitantes diarios, el pueblo apenas tiene habitantes, con lo que la protección personal es más fácil en el sentido de que la posibilidad de roce y contagio es menor». Ajuy es un puñado de calles donde no hay zonas comunes, no existen barandillas, no hay que abrir y cerrar puertas compartidas. Por eso, concluye Thomas, «el aislamiento es mayor que en Corralejo o Puerto del Rosario. Es más, es un doble confinamiento con la ventaja de que tenemos una excelente fibra óptica». La única sombra es que tiene a sus padres en Alemania, ya octogenarios, y claro «caso de que les pasara algo, no podría ir a verlos».
En la media cuesta de acceso al pueblo, la silueta de Lito Morales de León se recorta al sol. Marinero de profesión, el coronavirus no acabó con su ocupación de forma temporal sino la mar de fondo que estos días impide acercarse a la orilla, cuanto más echar un lance. «No la saludo por eso del contagio». Es lo único que echa en falta: las pescas. «Entre que la mar está mala y que no se puede mover uno de la casa, poco podemos hacer». Porque, añade con voluntad lapidaria, «no tenemos la libertad de antes y por los enfermos tampoco podemos salir».
Las cuadrillas de desinfección del Ayuntamiento de Pájara acaban de llegar a Ajuy, por cuarta vez según las cuentas de una vecina. Como el pueblo no está tomado por los turistas, como antes del estado de alarma, actúan de forma rápida rociando aceras vacías y el baño y las duchas que nadie usa cerca de la playa.
Con cuidado de que no le salpiquen los operarios de la desinfección, Bertino Cabrera, el panadero de DulceSomos, en el cercano Mezque, va repartiendo el pan en bolsas de plástico y algo de charla con distancia a los vecinos. «No, no me queda casi ninguna mascarilla. A ver si mi mujer me hace una de esas de tela por lo menos». Y con la misma se va deprisa porque el horno no espera.
Tras el panadero, se va la cuadrilla municipal de limpieza y Lito da por finalizado su rato al sol en la acera de la media cuesta. Ajuy vuelve a quedar otra vez con el único ruido de la mar de fondo, que se agita y estalla en una nube de espuma contra el Batidero, las Caletillas y la punta de la Nao. El estado de alarma, en este pueblo, ha traído por lo menos algo bueno: volver a oír las olas.
Claro que el batir del mar y el olor a salitre no dan de comer a una localidad que vivía -y quiere volver a vivir- del turismo.
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