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Son las once y media de la mañana en el muelle de Puerto de Naos, en Lanzarote. Manuel Capa acaba de terminar el primer turno de su jornada laboral: en ocho horas volverá a estar operativo en la 'Guardamar Polimnia', uno de los tres buques de Salvamento Marítimo que se encuentran en la isla. En un trabajo habitual, ahora sería el momento para desconectar pero, en su caso, «hay que estar siempre alerta, no sabes cuándo va a llegar un aviso». Tanto él como sus siete compañeros de tripulación velan por la seguridad en el mar y, desde que comenzó el fenómeno migratorio en las islas, salvan las vidas de las personas que deciden emprender la ruta canaria buscando un futuro mejor.
El personal que se embarca en una guardamar trabaja durante un mes los siete días de la semana y descansa el siguiente mes. Manuel, marinero desde hace 12 años, lleva 20 días embarcado, y ya comienza «a ver la luz». Reside en Cádiz por lo que, cuando termine septiembre, regresará a su casa para pasar tiempo con sus familiares y amigos pero, sobre todo, para descansar.
Un descanso que le resulta difícil encontrar durante los días a bordo. Aunque su jornada termina a las 00.00 horas, el tiempo de desconexión «no se respeta del todo»: puede llegar a trabajar hasta 53 horas a la semana. Además, el incremento en la llegada de pateras durante los últimos meses se ha hecho notar. «Hace unos días, a las 2 de la mañana, nos movilizaron porque había que ir a rescatar a una embarcación. En ese momento, aunque yo estuviera en mi período de descanso, me tuve que poner manos a la obra. Tenemos que estar todos operativos», cuenta.
Para solucionar esta situación, desde la tripulación reclaman que se reduzcan los tiempos de embarque y que se consolide una tercera tripulación, como ocurrió en 2020 debido al aumento del trabajo a raíz de la crisis en Arguineguín.
Esos instantes, para Capa, fueron los «más duros» de su etapa en las islas. En noviembre de hace tres años llegaron a hacinarse más de 2.500 personas en el muelle del municipio de Mogán. «Estábamos a piñón durante el día y la noche, desbordados», recuerda. El marinero relata que en una noche tuvieron a bordo de la guardamar a más de 200 personas. «Cuando salíamos en búsqueda de una embarcación, nos llegaba el aviso de que había otra en una posición próxima, por lo que poníamos rumbo hacía la misma. En una noche llegamos a rescatar 10 pateras», cuenta.
De hecho, uno de los rescates más complicados para él tuvo lugar durante aquella época de descontrol. «Empezamos a sacar gente y, en el fondo de la embarcación, vimos a siete personas muertas. Recuerdo subirme a ella para salvar a los demás y verlas de cerca. Son situaciones a las que no te terminas de acostumbrar, que crees que solo pasan en las películas», relata.
Capa confiesa que hay momentos en los que el cansancio y la carga de trabajo le sobrepasan. «Hace un año tuve que pedir la baja porque me dio un ataque de ansiedad. Además de lo que vivimos aquí, también influyen aspectos de la vida privada», confiesa. «Todo te va pasando factura, muchas veces ves que la gente se te ahoga y no puedes hacer nada», comenta. Sin embargo, a pesar de las dificultades, Capa logra hacer una reflexión positiva: «Al final son muchas más las vidas que salvamos, y eso es lo que me llevo cuando termina la jornada de trabajo. Admiro la valentía de todos ellos».
Para Capa es imposible calcular cuántas de esas vidas han logrado llevar a buen puerto. «He estado en el estrecho, en el Mar de Alborán y ahora en las islas. Si hacemos el cálculo, llevo 12 años trabajando que, contando con los meses de descanso, se reducirían a seis. Pongamos que llegan cinco pateras al mes con una media de 50 personas en su interior», contabiliza. Esta estimación nos da una cifra: 18.000 vidas salvadas.
El rescate es una operación matemática, calculada al milímetro y en la que toda la tripulación tiene un puesto definido. «Desde que vemos la patera hasta que la juntamos al barco, a nuestro costado, pasan unos cinco minutos», cuenta. Sin embargo, lo crítico llega con el desembarco. «Suele durar unos tres minutos, pero para nosotros es una eternidad. La gente se pone nerviosa, quiere salir rápido, y se genera un poco de tensión», relata.
Cuando tienen a todas las personas en la guardamar pueden respirar. «Normalmente no entablamos conversación con ellas, les damos mantas para evitar hipotermias y agua para la deshidratación», cuenta. Pero, entre la multitud, siempre encuentra alguna cara amable con la que hablar: «Hace unos días le pregunté a un joven que si no le daba miedo arriesgar su vida. Me dijo que no, que era eso o nada, que le daba igual morir».
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Sara I. Belled y Leticia Aróstegui
Doménico Chiappe | Madrid
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