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Pedro Flores. Tres derrotas para una poética

Pedro Flores. Tres derrotas para una poética

«Este es el texto que leyó, el pasado jueves, en el palacete Rodríguez Quegles de la capital grancanaria, su autor en la presentación del poemario ‘Coser para la calle’, del poeta grancanario Pedro Flores.

Frank González / Las Palmas de Gran Canaria

Lunes, 19 de febrero 2018, 08:48

Tengo, junto a la ventana que da al norte de la biblioteca, la balda de poesía canaria última. A la altura de los ojos, ajena al suelo que piso, y sobre la balda en la que reposa Padorno, Espinosa y La cerveza de grano rojo de mi querido Rafael Arozarena. Junto a Víctor Ramírez y a Ángel Sánchez. Debajo del ciclo artúrico –aquella vieja edición de Siruela- y junto al Omeros de Dereck Walcott. Allí aguardan algunos libros de Javier Cabrera, de Berbel, de Sergio Domínguez Jaén, de Judith Bosch, de Antonio Puente y de Silvia Rodríguez, junto a los de Santiago Gil, Jonathan Allen, Alexis Ravelo y José Luis Correa. De algunos apenas hay unos pocos. De otros hay más. El Sol del norte los alumbra a todos.

Llegué a Pedro Flores de la mano de su poemario El último gancho de Kid Fracaso (2012). Cierto es que antes había leído algo suyo. Pero aquel último gancho fue el que despertó en mí el deseo de alongarme al pozo agrio de su escritura. De entonces acá, cada vez que veo alguno de sus títulos olvidados en el escaparate de la librería junto a la catedral no me lo pienso. Entro y pago por aquel breve servicio para el alma.

Derrota primera

La primera, en la frente. Lo de El último gancho de Kid Fracaso no fue un encuentro, fue un impacto en toda regla. Flores pega duro desde aquellas páginas. Con aquella brutal instantánea de una lucha perdida aún antes de comenzada: «No tires la toalla. Veas lo que veas./ Te salpique lo que te salpique./ No tires la toalla/ aunque escuches a la chusma/ de este apestoso rincón del Imperio/ pedir ver el color de mi páncreas./ No tires la toalla,/ porque su leve roce en la lona/ dolería a todos los galos de Alesia/ más que el puño oxidado de las legiones» (Terco, del libro El último gancho de Kid Fracaso).

Me deslumbró aquel canto a la resistencia en este archipiélago poblado de tan escasos Héroes Atlánticos. Y el poeta, reincidente, regresaba, por si no había quedado claro: «Hace meses que no me dan una pelea:/ sé fingir muy bien que me caigo,/ pero no sé fingir que me arrastro» (Inconvenientes, de El último gancho de Kid Fracaso).

En El último gancho de Kid Fracaso se desvelaba una resistencia que conducía al narrador a un paulatino proceso de extrañamiento del propio cuerpo. Un extrañamiento que nacía –cierto es– de Domingo Rivero y que recalaba –como no– en las inquietudes del hall de Alonso Quesada. Pero que iba más allá, expropiando al cuerpo de cualquier título de propiedad: «No tengo fotografías,/ ni abrigos,/ ni cacerolas,/ ni maletas,/ni dioses./ Mi alma debe demasiados años/ de alquiler por este cuerpo./ Y he vuelto a ponerme los guantes,/ y he vuelto a saltar a la lona,/ esperando que tampoco sea éste/ el día del desahucio» (Inventario, de El último gancho de Kid Fracaso).

El cuerpo, tan sólo el soplo del tiempo: «A veces se me permitía atravesar aquellas puertas;/ un poeta al fin y al cabo no era nadie,/ un testigo de la gloria ajena,/ algo sobre lo que viajar por el tiempo» (Un poeta en la corte de Sardanápalo, del libro En los planes de nadie, de 2007).

Exuda este poemario una estoica poética de la caída, tan cercana y tan lejana a las Meditaciones de Marco Aurelio. Tiene también el olor de la sangre seca sobre el polvo del camino de los poemas de la guerra perdida de Machado. Un camino al Gólgota –laico, ahora, qué remedio– en donde lo inevitable debe afrontarse de cara: «Caer bien, con clase./ No desfallecer,/ ni desmayarse,/ ni derrumbarse,/ ni trastabillar,/ ni doblar la cerviz./ Caer como un roble en sus dominios/ después de cien años mirando al Sol/ frente a frente» (Caer, del libro El último gancho de Kid Fracaso).

A fuerza de navegar por su escritura –y sin duda es éste un buen verbo para comenzar a hablar de Pedro Flores– acaba uno llegando a los puertos de este poeta. Puertos cercanos. Puertos visitados por la memoria de una generación –la de él, la de uno, apenas unos pocos años entre ambos– que acabaron tejiendo –como Penélope– un sudario de vivencias compartidas. Una generación aún criada en la cultura clásica –Atenas, Roma– tan presente en libros como La vida en ello (1997), Treinta maneras de volver a Ítaca (2002) o Donde príncipes y bestias (2012), a donde llega, también, el hálito de la cultura artúrica e incluso Dante. Una generación –no sé si la última– que sabía qué era Ítaca. Y que Penélope no ha sido sólo una chica Almodóvar.

Una generación –reconozcámoslo– llovida en la fe judeocristiana. Cuyo Libro es el sustento necesario para poemarios como Memorias del Herrero de Nod, Los versos perdidos del contramaestre del arca, o sus Nuevos Testamentos (del libro Nunca Prendimos París).

Memorias del Herrero de Nod requiere unas palabras. Consagra Flores en estas memorias un monumento al cainismo. Condición que permea –dicen– la insular cultura desde que el mundo es mundo pero que algunos –de Manolo Millares acá– se empeñan en convertirlo en himno patrio. Levanta con fuerza Flores la quijada del burro para emprender un canto al guardián que supo enterrar a su hermano. Es La isla de las maldiciones, de Lancelot 28º 7. El hijo de la isla, el aislado de Espinosa. Memorias del Herrero de Nod merece otro texto, como toda esa producción asociada a la Toráh. Pero sigamos con el hilo rojo de Ariadna hasta la isla. Y veremos cómo Flores también se sumergió –generación obligaba– a la búsqueda del origen de tanta maldición y buceó en un pasado prehispánico del que salió Memorial del olvido (1996).

Barloventea Flores, navegando de bolina, entre poemario y poemario, ahora que ronda los cincuenta. Y están allí, como no, otras imágenes generacionales de una cultura que llegaba de un Londres –London Calling– que se empeñaba en proclamar –cuando aún se racionaba el agua durante cuatro o cinco días en los bloques de viviendas de esta ciudad– que pronto seríamos europeos. La música de Hair, el teatro de Lindsay Kemp. Y Borges, claro. La imagen del Che de Korda, la revolución sandinista y la causa palestina. Como cantó Flores cuando el futuro era aún profecía: «La poesía para quien la trabaja;/ para ustedes y que sean dignos de su herencia. / Para nosotros y que seamos dignos de ustedes» (Manifiesto, del libro Nunca Prendimos París, de 1998).

Derrota segunda

Llegó después Diario del hombre lobo (2017). El sparring que se lo juega todo, golpe a golpe, verso a verso, se recubre ahora de animal pelaje. El hombre –nos recuerda el clásico, nos recuerda Flores– es un lobo para el hombre. Animal libre ya de las convenciones de un relato vencido por el tiempo, salpica el terrero con el olor acre del orín del miedo. El aullido del lobo apaleado. La mirada torva de quien ha tenido que huir de la manada para salvar el pellejo. Lobo inútil que, como podenco abandonado, pastorea riscos huyendo de escopetas familiares.

Ya no hay historia en este tiempo en que los clásicos fueron eliminados de los planes de estudios.

Flores da rienda suelta a las dentelladas de una pulsión animal. Las fauces de la Gran Recesión –como la de los infiernos de los tímpanos de las iglesias medievales– se han abierto de par en par para darnos cabida a todos. La bestia hiende la carne y las terminales nerviosas seccionadas dibujan en nuestro cerebro un nuevo mapa del cuerpo, amputado, desgarrado, roto. Como el contrato social sobre el que se asentó la promesa de futuro hecha a nuestros abuelas y padres. Y la cicatriz, así pasen los años, continúa enviando a nuestra mente una señal rota. Un mensaje incompleto.

Queda el hueco en la memoria del animal herido que no se acerca a quien le rompió los huesos. Y con esa precaución se arriba Flores a nuestro lado. Conocedor de la brutalidad del trato destinado a los trileros de la cultura: «La poesía no es el tipo que mueve los vasos/ más deprisa que los ojos del incauto./ Ni los veloces vasos turnándose en la confusión./ La poesía no es la piedrita/ que a esas alturas ya no se esconde / bajo ninguno de los vasos./ La poesía es el niño sin camisa / que aprovecha el despiste del gentío/ para meter sus manitas sucias/ en los bolsillos ajenos» (Trileros, del libro Como pasa el aire sobre el lomo de una bestia, de 2014).

Tercera derrota

Coser para la calle (2017) –este libro que nos trae hoy– nos devuelve al Flores más cinematográfico. Una película española sobre un país de lobos y caínes del que ya apuntó maneras en su poemario Como pasa el aire sobre el lomo de una bestia (2014). Coser para la calle es álbum de fotografías en blanco y negro de una España callada y pobre que aún no habíamos terminado de olvidar cuando tocó a la puerta la Gran Recesión. Una España de silencios y ropa compartida con los hermanos mayores. Una España que separaba el picón de las lentejas en la mesa de la cocina, al calor del hogar. Bajo una única bombilla.

Con Coser para la calle llega Flores a la familia cuando ésta ya no está, como el héroe de una tragedia griega a la que los espejismos de la cultura le han vedado el acceso a la verdad de la vida. Expropiado el mito, ya no queda Minotauro que matar al final del laberinto. Y llegan ahora las imágenes, que no metáforas. Agotado el relato regresa la realidad en forma de memoria. Y llegan las fotos, que no métricas. Y llega el desgarro por tanto tiempo perdido en vanos papeles en blanco. Coser para la calle mantiene pues, aún, la memoria de un mundo clásico que continúa siendo referencia y ancla de su escritura. A modo de santoral quizá, para que no se nos olvide el valor del sacrificio y de la historia. Para que no se nos olvide que una vez tuvimos un proyecto. Aquel que anidaba en el cuarto de costura del que cuelgan los versos de este libro. Costurones y remiendos de un tiempo de silencios.

Y nos lleva así Flores a la última derrota, la de la pérdida de la capacidad de sentir: «Estos ojos míos ya no sirven para nada/ solía decir cuando ya no podía distinguir/ los colores en los carretes de los hilos./ Entonces yo buscaba en la cajita de lata/ el rojo que fuera el mismo rojo sangre/ que aquel del largo hilo manchado/ con la sangre del Minotauro» (El hilo y la ceguera, del libro Coser para la calle, de 2017).

Acabado el relato de la sociedad tradicional en las escombreras de la postmodernidad. Malvendidos los terrenos sobre los que se asentaron los cimientos de nuestra producción cultural, acude Flores al cubil del último sosiego. Infancia de abuelas armadas de dedales. Abuelas que guían el sueño como Ariadna guió a Teseo. Realidad, memoria, relato y poética.

Sostiene Pereira –Flores, en nuestro caso– que La poesía debe ser como la bala que mató a Kennedy. Un brutal poemario de 2010 para este postmodernidad blanda y amarga. Para este páramo de opiniones tan breves como banales. «Retorcida, pero certera./ Disparada desde un viejo almacén/ al que llamaremos memoria./ Emboscada./ Plomo volador bajo el sol./ Eco de estallidos en el tiempo./ Concebida con paciencia de francotirador./ Salpicadura de sangre/ en vestidos de damas atónitas./ Examinada y vuelta a examinar/ para llegar a la conclusión/ de que, en realidad, su trayectoria,/ su periplo vertiginoso desde la locura, el rencor, la osadía,/ su manera increíble de doblar/ las esquinas del cielo/ hasta encontrarse con la muerte,/ son, sencillamente, imposibles».

Expulsado del paraíso del territorio, simiente y sostén de mucha de nuestra escritura, el canto de Flores a la Patria es consecuente con aquella premisa de que la poesía debe ser como la bala que mató a Kennedy. Y trae ante nuestros ojos, de nuevo, las fotos en blanco y negro de nuestros arrabales y de aquellas cloacas que vomitaban su familiar relleno en una ciénaga de moscas verdes: «Recorro el camino de regreso./ el primer pellejo sanguinolento,/ el primer perro triturado en el asfalto. / Y sé que estoy en casa» (Patria, del libro Coser para la calle).

Sostiene Flores –y acabo– que la poesía debe ser como la bala que mató a Kennedy. Y yo, a estas alturas de la película, no puedo estar más de acuerdo con él.

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