Me dio mucha ternura ver al ministro Escrivá explicando las virtudes de la nueva aplicación antiporno. Me recordó a un abuelo con una 'tablet', sometido ... a las miradas implacables y divertidas de sus nietos adolescentes. También el porno ha cambiado mucho: antes las beatas se hacían cruces cuando proyectaban 'Emmanuelle' en las salas X y ahora podrían emitirla en 'Cine de barrio' con Alaska y el pianista de Parada tomando té en la mesa camilla.
Le quiero mandar desde aquí ánimos al ministro Escrivá, hombre de gran perseverancia. Yo tiré la toalla cuando vi que mi hijo, a los doce años, manejaba la informática con una soltura de 'hacker' ruso y era capaz de abrirse siete cuentas diferentes y de burlar todo tipo de restricciones con el manejo de VPN y de otras aplicaciones extrañísimas, con los servidores afincados en países de los que jamás había oído hablar, que a mí –Windows nivel usuario– me daban un pánico atroz. Supe entonces que mis únicas salidas eran la educación socrática y las prohibiciones taxativas, según el día. Como mal menor, en las noches frías, asustado por mi fracaso como padre, me trataba de convencer de que si el porno era en inglés al menos el chaval haría oído. Un gemido anglófilo bien puesto, con la entonación justa, allana el aprobado en la Escuela de Idiomas.
Los certificados de onanista expedidos por el ministerio tendrán el prestigio de las titulaciones oficiales, pero no sé si lograrán su objetivo. Quizá fuera más útil recordarles en TikTok a los chavales que si uno se toca mucho le salen granos y se queda calvo. Puede que sea un bulo, aunque yo, alopécico desde los 19, no estoy en condiciones de desmentirlo.
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