Para medrar en la judicatura se necesitaban antigüedad y falta de deméritos. El mérito estaba mal visto por su potencial discriminatorio. Para aspirar a cargos ... de dirección era necesario, además, contar con el padrinazgo de una u otra corriente». Este desolador resumen está extraído de las memorias del magistrado italiano Giuseppe Ayala, que ejerció la acusación como fiscal en el llamado maxiproceso contra la mafia siciliana, allá por el final del pasado siglo. Su elocuente título, 'Quien tiene miedo muere a diario', está tomado de las palabras de otro magistrado, Paolo Borsellino, que pagó con su vida su implicación decidida en la defensa de la ley frente al crimen organizado. Ayala sobrevivió, y en su relato se percibe en más de una ocasión la «vergüenza del superviviente». Es también una reflexión sobre el compromiso con la justicia y el valor de la independencia judicial, que tres décadas más tarde no puede resultar más oportuna.
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Ayala, Borsellino y otros jueces sin miedo como Giovanni Falcone —también asesinado por la mafia— o como el veterano y menos conocido Nino Caponnetto —lector de Proust y de San Agustín, al frente de los jueces de instrucción de Palermo en el peor momento posible—, demostraron con sus actos, su coraje y su competencia jurídica que era posible ganar la batalla a unos delincuentes que a la vez que infringían la ley ejercían de facto el poder sobre los sicilianos. No sólo por la intimidación con las armas, sino también por la connivencia de la clase política, en la que habían logrado infiltrarse hasta niveles escalofriantes.
Lo triste del caso es que después de sentar en el banquillo a la plana mayor de Cosa Nostra y de levantar a pulso una causa que terminó en condena, a los impulsores del maxiproceso los asesinaron o los apartaron de sus puestos, entre otras razones para que las responsabilidades no alcanzaran a los aliados de la mafia en el seno del Estado. A Ayala, por ejemplo, lo pusieron a perseguir delitos de defraudación de fluido eléctrico, lo que dice que le salvó la vida, porque así dejó de ser un peligro. Y es que, concluye, en la sociedad siciliana se prefiere el imperio del favor al imperio del derecho. Este lo reconoce la ley, pero tiene límites. «El favor, en cambio –explica–, no está regulado. Es como un derecho 'prêt à porter'. Cada cual puede ofrecerlo a su gusto. Una especie de bricolaje, más flexible y mucho más cómodo».
Sicilia ha pagado cara esa preferencia. Conviene recordarlo, antes de anteponer la pura conveniencia al imperio de la ley.
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