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Quien aprecia la democracia, la verdad y la ética política debe andar preocupado por lo que ocurre en Canarias. Me he resistido siempre a comulgar con los que han calificado nuestro sistema político y a quien lo mueve de “bananeros”. No lo es, aunque sus deficiencias y la falta de arrojo social y político para recuperar, reinventar, avanzar hacia una situación mucho más legítima está perdiendo la batalla. En esta última etapa de la democracia en Canarias gana el insularismo y pierde la autonomía, gana y gobierna la minoría y se debilita a la mayoría, gana el populismo y se desprecia la razón, gana la mentira y se hunde la verdad. Todo ello ante a la incapacidad de la sociedad canaria para poner en la calle, como mínimo, el debate. Una situación en la que la mayoría de los medios de comunicación han perdido la perspectiva, además de una oposición política, dividida, en la que alguno de sus miembros está dispuesto a venderse y vender a sus electores por una triste promesa. Un clima decepcionante, desesperanzador, que, aparentemente, va ganando la batalla a la democracia misma, a la verdad y a la razón.
Desde el punto de vista democrático estamos viviendo el mayor esperpento de los últimos 35 años de autonomía. Hemos pasado por situaciones difíciles, comprometidas, incluso manejadas por mafias políticas, pero nunca el Gobierno quedó en manos de una minoría. Que un partido que perdió las elecciones se quede con todo el poder y con solo 18 diputados gobierne toda una región como Canarias compromete seriamente, no la legitimidad, pero sí parte de su contenido. Chirria gravemente a cualquier demócrata que Coalición Canaria, que representa a 165 mil ciudadanos, tenga todo el poder ejecutivo y no ejecutivo en esta comunidad, y que los partidos que ganaros las elecciones (mayo 2015) el PSC-PSOE con 180 mil votos y el PP con 169 mil, a los que hay que añadir los de Nueva Canarias (93 mil votos) o los de Podemos (132 mil), es decir, la inmensa mayoría, asistan sin posibilidad de reacción al triunfo de esta anomalía democrática y, algunos, estén dispuestos a perpetuarla por incapacidad a la hora de analizar el momento de la historia que les ha tocado vivir y el impulso que merece la democracia en Canarias, o por simple y pobre interés estratégico.
Quizás machaque con la idea, pero lo vuelvo a repetir. La única virtud de la situación es que por primera vez en muchos años existe una mayoría alternativa, en Canarias y en Madrid, para cambiar el sistema electoral canario, ese que permite a CC ganar diputados aunque no tenga votos suficientes o a Casimiro Curbelo constituirse en poder fáctico con cinco mil votos que le dan tres diputados. Es el sistema electoral que permite que un partido como Ciudadanos se quede sin representación en el Parlamento a pesar de ser votado por más de 59 mil canarios. Es el caso de Unidos con 32 mil votos tampoco entró. En 1993 Manuel Hermoso Rojas perpetró una moción de censura digna de ser la trama de una novela negra. Logró sacar de la presidencia a Jerónimo Saavedra e inauguró una etapa de poder del insularismo, especialmente de ATI, que ha logrado dominar la región y gran parte de sus instituciones. Los partidos nacionales se conformaron desde entonces con el papel de “muleta” de CC y colaboraron en perpetuar el sistema, el de prebendas insularistas y el electoral, hasta el punto de contagiarse gravemente de esta cultura política, como se ha puesto de relieve, por ejemplo, en la constitución de la Ejecutiva del PSC-PSOE el pasado fin de semana, en el que Ángel Víctor Torres obtiene el respaldo para sustentar su cargo de los miembros más insularistas de su partido. Cualquier nueva iniciativa política, la última la de Unidos, liderado por José Miguel Bravo de Laguna, está constituida por retales insularistas, por pequeños grupos que solo aspiran a ser bisagras, a obtener una porción del poder en un sistema que quieren perpetuar. El Insularismo ha triunfado, se ha instalado como motor político, como venenosa argamasa de la distribución del poder, resistiendo, renovándose, captando interesados adeptos y comprometiendo seriamente la legitimidad democrática.
En esta última etapa, la del clavijismo, como algunos han denominado el mandato del actual presidente del Gobierno, el insularismo ha dado un salto sustancial. Frente al trabajo de Paulino Rivero, que trató de moderar un proyecto político mucho más regional y un partido de corte nacionalista, Fernando Clavijo, ha sustentado su poder en los viejos grupos insularistas de su partido, tratando, incluso, de impartir doctrina al respecto disfrazando el sistema con la solidaridad necesaria con las islas menores y con los más pobres e imponiendo la triple paridad en el reparto de recursos del gobierno regional. Ha potenciado el sistema insularista, lo ha robustecido con los aplausos de todos, ha contaminado a partidos como el PSOE, ha hecho resurgir otros partidos minoritarios con la misma vocación y, lo que es más grave, ha comenzado a vaciar de contenidos a la comunidad autonóma traspasando, en algunos casos al filo de la legalidad, competencias propias y recursos de todos los canarios a los cabildos.
Patricia Hernández, a la hora que escribo este artículo, presidenta del grupo parlamentario socialista, coló el pasado martes a Nietzsche en el Parlamento: “Lo que me preocupa no es que me hayas mentido, sino que, de ahora en adelante, ya no podré creer en ti”. En una coincidencia inusual, toda la oposición, incluyendo la que el mismo Fernando Clavijo denomina “socio VIP”, el grupo de Casimiro Curbelo, coincidía en señalar al Gobierno como mentiroso. Esta es otra de las “anomalías” o distorsión grave que los canarios estamos viviendo en estos días, en los que la verdad tiene un alto precio, y la mentira se impone sin pudor alguno. Las redes sociales han impuesto un modelo de comunicación en el que las noticias falsas y los bulos corren de mano en mano como verdades al servicio de intereses determinados. Lo vivimos en la campaña electoral de Donald Trump, ahora mismo en Cataluña y lo vivimos en Canarias con la crisis de las microalgas. A la sociedad, especialmente a periodistas y políticos, solo les queda buscar la verdad y transmitirla. De hecho algunos medios de comunicación han introducido secciones en sus programas informativos en los que se desmontan bulos e informaciones que se dan como verdaderas, destinadas a desestabilizar al adversario y a reforzar a los propios. Hay que reconocer que el Gobierno de Canarias no pudo con los bulos, pero no se dedicó a desmontarlos, a buscar y decir la verdad, como debió hacer, sino a montar otros de mucho mayor alcance, utilizando datos oficiales, algunos parciales, para confundir a los canarios y ganar la batalla informativa, y eso con la complicidad de medios de comunicación que sabían, porque así lo confesaban, que los datos que procedían directamente del Gobierno eran falsos.
Los portavoces en el Parlamento ahondaron mucho en las «mentiras» de Gobierno y del presidente del Gobierno con listas contrastadas con las que demostraban que la política de comunicación del Ejecutivo estaba cruzando determinadas líneas rojas de la ética, la profesionalidad y la política. Tratar de confundir o engañar a los canarios es parte de esa situación en la que nos hemos instalado ante la que algunos partidos están dispuestos a rendirse y en la que algunos poderes están dispuestos a dejar pasar para salvar intereses inconfesables.
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