Cuando por las razones que sean, de forma directa o indirecta, te topas de cerca con la realidad de la sanidad pública en Canarias –se ... puede extrapolar al resto del país– te llevas una buena bofetada. Se asiste a una doble cara que la define a la perfección.
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Por un lado están las infraestructuras. Llamarlas deficitarias y obsoletas sería quedarse corto, en la mayoría de los casos. Es cierto que se trata de instalaciones que tienen un uso tremendo. Las 24 horas del día, todas las jornadas y año tras año. Pero no es excusa, porque es una realidad que ya se conoce. No es de recibo toparse con ascensores que no funcionan un día sí y otro también, baños para los acompañantes y los visitantes esporádicos de algunos hospitales que parecen letrinas de la Segunda Guerra Mundial, un mobiliario devastado, butacones que parecen sillas para la tortura y un largo etcétera. Cuando escuchas a responsables autonómicos decir que el Ejecutivo regional también está para subvencionar grandes festivales musicales que organizan empresas privadas y piensas en todas estas carencias sanitarias solo entran ganas de llorar y mandarse a mudar.
La otra cara es la del personal sanitario. A pesar de las múltiples deficiencias, de los horarios muchas veces leoninos y de unos sueldos que en la mayoría de los casos están muy por debajo de lo que se merecen, trabajan, casi todos, con una sonrisa en la cara, tratando a los pacientes con una amabilidad apabullante. Verlos, sobre todo cuando tratan a personas mayores de esa manera, hace que nos reconciliemos con la humanidad. No todo está perdido.
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