Vea la portada de CANARIAS7 de este viernes 25 de abril de 2025

Hace unos días fallecía una trabajadora en la propia oficina. Trabajaba para el grupo Konecta. Tenía 56 años, le dio un infarto y sus labores ... profesionales consistían en ser teleoperadora, por lo que compartía el espacio con compañeras y compañeros. La fallecida atendía en concreto llamadas para una compañía eléctrica, justo reclamaciones de hogares a los que le habían cortado la luz por no pagar las facturas. Vamos, un problemón al que cualquiera, de buena fe, le costaría un disgusto a poco que empatices con los demás, que seas simplemente persona y escuches los dramas que deben contarte, fruto de la urgencia y la necesidad, al otro lado del teléfono. Casi nada.

Publicidad

Así las cosas, la trabajadora fallecida estuvo tirada dos horas en medio de la oficina mientras imperaba la perplejidad, el asombro y la pena entre los demás. Nadie, ningún superior, dio la orden de parar y desalojar la sala. Mucho menos hubo algún jefe que supiera ofrecer a las trabajadoras y trabajadores que se fueran a otra estancia o a la cafetería más cercana a tomar algo, por cuenta de la empresa, a la espera de que se certificara la muerte y así pudiesen comenzar el proceso de duelo. El negocio manda. La trabajadora para el grupo Konecta resultó ser un número para la empresa, alguien perfectamente reemplazable. Y, por tanto, durante los quince años que trabajó para ellos, simplemente fue eso: un número, una presencia fantasmal. A buen seguro, ni los gerentes sabrían su nombre. Era alguien que estaba ahí, ocupaba físicamente un espacio y, de repente, murió. ¡Mira que morir justó aquí!, ¡a quién se le ocurre!, ¡menuda faena!... pensarían los cabecillas y el capataz de turno.

Evidentemente, los clientes que estaban siendo atendidos por el resto de teleoperadores no sabrían nada de nada. Reclamarían lo suyo sin saber que en esa oficina había un cadáver que tendría su propia familia. Una burbuja de capitalismo desbocado (qué si no es el capitalismo) en el que impera el recado de que cada uno vaya a lo suyo hasta que le toque la muerte que, eso sí, no distingue entre clases sociales.

Decían que la pandemia nos haría mejores personas. Es el sistema capitalista, amigos. La misma economía financiera desenfrenada que Costa-Gavras retrató en su película 'El capital' (2012). El dinero por el dinero. El látigo de la codicia. El darwinismo social. Una jungla sin reparos en la que la consideración al prójimo no existe y, a la mínima ocasión, se ignoran los derechos de los trabajadores.

Publicidad

No podemos imaginar cómo debe ser trabajar en esas circunstancias mientras una trabajadora yace muerta, ajena al capitalismo de los mortales pero víctima del mismo. Los empleados estarían atrapados por el miedo, el no atreverse a protestar (es humano) por aquello del temor a ser despedidos y no tener a final de mes una nómina que, se presume, no será generosa. Al final, la vida se impone. La muerte nos alcanza a todos: trabajadores y empresarios. Todo es ceniza potencial. Mientras tanto, solo nos quedan los sindicatos y la solidaridad. El cadáver, sin decir nada, evocó a la conciencia de los demás; especialmente, la conciencia de clase.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Regístrate de forma gratuita

Publicidad