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Gaumet Florido
La covid-19 se deja un reguero de batallas ganadas. Además de las miles de vidas que ha segado, que es sin duda lo peor del triste paso de este virus, ha vencido las resistencias de aquellas familias que nos habíamos negado hasta ahora a sucumbir a los peligrosos cantos de sirena de los videojuegos. No pudo ser. Casi tres meses confinados, sin que nuestros hijos pudieran acudir al colegio, sin apenas deberes que ocuparan su tiempo y sin poder practicar deporte, nos arrastraron a muchos al agujero negro de esa adicción hoy tan tolerada por la sociedad de la era virtual.
Hasta antes del encierro general, solo podían usar la tableta los fines de semana. Y con el estado de alarma transigimos y les permitimos un ratito diario de juegos virtuales tras los aplausos de las 7 de la tarde. No nos quedó otra. Amigos y primos suyos quedaban para jugar online. Era como cuando salían al patio, pero sin salir, porque no se podía. Nos daba pena quitarles esa oportunidad para compartir tiempo con otros niños de su edad y de sus clases, esos mismos con los que, en otras circunstancias, darían patadas a un balón o jugarían al escondite.
Ahora lo sabemos. Nos equivocamos. Abrir esa caja de pandora tiene un coste. Han perdido capacidad de concentración. Sí, se aplican con los deberes, pero se despistan con facilidad. Con el mismo dedo que pulsan el listado de tareas del día le dan al ok para una nueva partida. La dichosa maquinita les llama como una tentación prohibida. Y cuando se dejan arrastrar, pierden la noción del tiempo. Si me despisto y llevan mucho rato, se me enfadan cuando les hago parar. Se ponen de mal humor. Les atrapa como una droga. Y no se aburren. Se aburren de casi todo cuando llevan un rato: del fútbol, del ping pong, de las series de televisión, de las bicis, del Hundir la Flota o de los playmobil. Pero, qué casualidad, de los juegos online nunca se aburren. Y eso no debe ser bueno. Hay que arrancarlos de sus garras.
Por eso ahora más que nunca me reafirmo en mis argumentos: los videojuegos no son buenos, y menos para niños y adolescentes. Aborregan su imaginación y les despiertan cierta agresividad. Sus efectos son perniciosos. Y pensar que en Canarias hubo un presidente que nos los quiso colar por la puerta de atrás en los institutos.... Miedo me da.
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