Vea la portada de CANARIAS7 de este sábado 8 de febrero

Al paso de casi cuarenta años en las aulas de colegios e institutos como profesor, uno deja atrás a cientos de alumnos. Incluso me atrevo a decir que pueden aproximarse a los dos mil (llegué a tener cuarenta y cinco por cada grupo en los ... primeros años de la docencia). Por tanto, estimado lector, resulta absolutamente imposible no ya recordar sus nombres sino, incluso, su físico: el paso del tiempo va transformando fisonomías (rostros, facciones, rasgos...). También características juveniles, evolucionadas ya a edades algo más adultas. Y a todo lo anterior, claro, debo sumar la pérdida de capacidades memorísticas, ese gran almacén donde se fueron depositando miles y miles y miles de imágenes, recuerdos e informaciones que la alada e irrefrenable carrera temporal se encarga de borrarlos o, como mal menor, emborronarlos, convertirlos en sombras que no son, por el momento, absolutamente desconocidas.

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Pero de nada nos valen: no tienen rostro y, por tanto, se comportan como lo hacen los diminutos cuerpos de las partículas que conforman brumas, neblinas... Otras veces, ya en plan machaconamente jeringón, la fugacidad de las edades descompone y reconstruye algunos vagos recuerdos. Pero intercambia piezas del rompecabezas (el 'puzle' de hoy) para volvernos imposible la correcta restauración, ¡mala leche! Y se produce el vacío, el inmenso e insondable vacío («¡Vaya, profesor, ¿ya no se acuerda de mí!?»).

Por tales razones se agradecen los saludos iniciados por exalumnos cuando voy por la calle o, mismamente, por doquier. Obviamente uno se queda fuera de juego, por más que intente convencer al interlocutor con la socorrida frase «¡Espere, espere: tengo su nombre en la punta de la lengua!». (Torpeza batatera, por cierto, inmediatamente localizada por el ex, ¡ni que fuera sanaca! Pero su sabia prudencia lo invita a no comentar ni, por supuesto, a mandarme al carajo, derecho adquirido por mi toletada, sin duda.

Así me pasó hace un par de semanas con Antonio, a quien tuve en el aula cuando él estudiaba sexto de Bachiller. Muy parlanchín y afectuoso me habló de su doble felicidad: ya estaba jubilado y estrenaba abuelidad, privadito su juicio que se mostraba el hombre. Me extrañó -para mis interiores- la precipitación tanto de la iubilatio latina como de la paternitas filial: a fin de cuentas tampoco habían pasado tantos años para estar imsersado (en el IMSERSO) y, a la vez, ser abuelo. Nada comenté, claro, por prudencia (¿y si me da un espantón y me manda a freír chuchangos por entrometido?).

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Pero me vinieron a la mente dos inmediatas sospechas: cualquier enfermedad o desajuste físico le adelantó el retiro. Y otra: algún despiste en las juveniles edades lo convirtió en precoz padre. (Luego, ajustando cuentas, caí en mi error, ¡horror!: ¡él tenía dieciséis años en 1973! Por tanto, ni malejones ni desarretos reproductores: aquel hombre llevaba sobre sus espaldas seis decenios y pico, pues fue nacido en 1957.)

El reencuentro con Carlos caminó por otros caminos. Por razones familiares yo frecuenté casi diariamente y durante años la zona de la Plaza de San Bernardo, con frondosidad arbórea y conciertos de miles de pájaros antes de la alcaldía de doña PPepa... y casi raquíticos despojos tras su retirada a causa de la frustrada reelección como primera dama municipal. Él tenía una tienda casi al final de la calle Cano, esquina a la plaza, y nos saludábamos con frecuencia.

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Años después volvimos a coincidir, pues fui a una empresa aseguradora por temas caseros y, oh casualidad, allí lo encontré, noray para mí cuando algún desajuste doméstico volvía a ponernos en contacto. La doble casualidad, además, también intervino: las oficinas estaban muy cerca de otra ruta bastante frecuentada por mí, y era fácil encontrarlo a media mañana en la calle. Nuestra última conversada fue el 6 de diciembre de 2023 durante la presentación de mi último libro.

No recuerdo si estuvo en el almuerzo (entrañable, amistoso, sentimentalmente embaucador) con sus compañeros de curso (Colegio Salesiano) celebrado algunos años atrás y al cual me invitaron. Porque él formaba parte del grupo 'Los Pollillos', denominación esta -me enteré el mismo día de su entierro- tomada de mi tratamiento familiar hacia ellos en el aula cuando los invitaba a trabajar con seriedad… ¡Y cumplieron los carajos!

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Aula, añado, en la cual mi tratamiento a cada uno fue siempre de 'usted', por más que debían de andar por los 13 o 14 años. (Por cierto: Carlillos -el afectuoso sufijo diminutivo usado en Canarias- me comentó más de una vez una anécdota o quizás impacto inolvidable: fui la primera persona «que me respetaba» con tal trato. Y por esa razón le gustaba preguntarme algo en clase «para sentirme importante». Ya ve, lector: hoy, sin embargo, el usteo está devaluado, vencido y derrotado por el tuteo. ¡Ditoseadiós!)

Me llamó una mediamañana para invitarme al buchito cafetil, quería preguntarme algo (pensé, claro, en temas profesionales relacionados con la póliza). Pero no acerté ni los puntos ni las comas: un hijo quería estudiar en una universidad peninsular. Carlos sospechaba un gran impacto emocional al saber que ya no podría verlo y hablar con él diariamente, especiales circunstancias. Pero a la vez estaba plenamente convencido de su acierto: aprendería también a desenvolverse por sí mismo y a madurar aún más. Me preguntó por mis experiencias a tales edades y, sobre todo, confiaba en mis inmediatas respuestas. Fue para mí tremendamente emocionante: un exalumno me consultaba sobre algo ajeno al aula, sobre la vida misma y su proyección.

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Yo lo animé, claro: le expliqué que mi vida como estudiante en La Laguna (hoy próxima, pero a mis dieciocho edades abandonaba por vez primera la serenidad de Gáldar, mi pueblo, a la familia...) fue un volcán, un reciente Tajogaite en plenísima erupción. (Tanto le debo -y le pago, «pues soy honrado»- que es mi segunda patria: en ella aprendí a ser quien sigo siendo cincuenta y tantos años después.) Carlos nada comentó tras mis apreciaciones. Solo me dijo: «Gracias, profe». (Eso sí: antes de su despedida pagó el buchito cafetil, como Dios manda. Él había invitado.)

Desde ese momento hasta mi último reencuentro con Carlos en el tanatorio (pasado domingo) el tiempo siguió su maratoniana actividad. Incluso el día se convirtió en serena sepultura: dejó caer presenciales lágrimas -quizás birujilla, un chispichispi- y en tenues momentos un dorado rayo solar, más símbolo que fenómeno natural. Mi silencioso «¡Adiós, pollillo!» lo compartí con otro ex, Pedro Domínguez, cuya amistad recuperé medio siglo después mientras dábamos la espalda a la intimidad familiar y caminamos hacia el coche, como si solo hubieran pasado dos o tres meses desde el último día de clase… ¡junio de 1974!

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