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Muchos componentes de la Naturaleza, estimado lector, sirven a veces a la literatura como puros elementos situacionales. Otras, para definir planteamientos ante la vida (la ... nocturnidad en el Romanticismo, por ejemplo). Y, fundamentalmente en el lenguaje poético, como imágenes. Una de ellas es el símbolo (figura para expresar algo ajeno a su propia esencia, estructura o composición).
Es el caso de «el mar / la mar», tan presentes en nuestra literatura desde Jorge Manrique (Coplas por la muerte de su padre, postrimerías del siglo XV): «Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar / qu'es el morir», la mar como fin de la vida. Y a la par como igualadora, pues no distingue castas, categorías sociales: «»..son iguales / los que viven por sus manos / e los ricos». En ella, pues, se consumen «señoríos, ríos caudales, medianos, chicos» (símbolos referidos a los distintos niveles económicos).
Pero hay otra mar, simbólica también, que significa exactamente lo opuesto al final de la vida, lo contrario a la muerte. Así, cuando el noventayochista Antonio Machado escribe la última estrofa de 'La Saeta' (1914) no la ve como la muerte: muy al contrario, es el triunfo ante ella. Así, «¡No puedo cantar ni quiero / a ese Jesús del madero / sino al que anduvo en el mar!» lo deja claro: no le vale el Jesús de angustias, tragedias y estertores como inmediato precedente de la muerte física en la cruz. Quiere cantarle al otro, a quien consiguió caminar sobre las aguas, al hombre que las domnó. (Se trata, claro, de figuras literarias: dan a las palabras significados no reales.)
Así, esta riquísima conjunción Naturaleza – poesía es aceptable para crear belleza por quienes dejan de lado los tradicionales significados de muchas palabras y las elevan a categorías líricas con ilusorios contenidos: son los poetas, creadores de una parte muy importante de nuestra lengua pues inventan -e imponen- nuevas acepciones, nuevos sentidos. Directa consecuencia, pues, es también la absoluta libertad creativa para darles fantásticas cualidades a los árboles (olmo, ciprés...) a través del lenguaje poético.
I. El olmo. Mi paisano y colega Juan Félix Díaz Quintana me envió la foto que encabeza este artículo. Cuando vio el tronco enramado, inmediatamente recordó un poema machadiano, 'A un olmo seco' (Campos de Castilla, 1912). Y aunque nada tienen que ver las ramas recién retoñadas en el árbol de mi amigo con los versos del poeta sí hay, casualmente, algo que los identifica: ambos comienzan a echar sus primeros brotes, tímidos al principio. Sin embargo, encontraremos notables diferencias. Una de ellas, por ejemplo, es que la sombra del primero, acaso, dará cobijo en pocos años a quienes hacen caminos al andar por sus alrededores.
Por contra, el árbol de Machado solo será ilusoria esperanza de vida, ficticia expectativa. Más: el mismo tronco enramado es algo poético, irreal como tal árbol. Quizás sea, simbólicamente, el cuerpo enfermo de su mujer «...hendido por el rayo / y en su mitad podrido», como todo el mismo olmo (Leonor Izquierdo muere de tuberculosis en 1912: tenía 18 años): «No sé, Valcarce, mas cantar no puedo; / se ha dormido la voz en mi garganta, / y tiene el corazón un salmo quedo. / Ya sólo reza el corazón, no canta».
El correspondiente al poeta, entonces, viene definido por el propio adjetivo: 'seco'. Es decir, mustio, marchito, enfermizo… ¿Muerto total? No por el momento. Desde la primera estrofa del poema hay esperanzas en su recuperación («con las lluvias de abril y el sol de mayo / algunas ramas verdes le han salido»). Y esos nuevos brotes invitan a Machado a la espera, acaso en forma de milagro o fenómeno sobrenatural: «Mi corazón espera / también, hacia la luz y hacia la vida, / otro milagro de la primavera», concluye el poema.
II. El ciprés fue definido como «Enhiesto surtidor de sombra y sueño / que acongojas al cielo con tu lanza» en un bellísimo soneto de Gerardo Diego ('El ciprés de Silos', 1924). Se trata también de «Aquel recio ciprés que amabas tanto / en fríos y silencios centinela»» que acompaña al pintor galdense Antonio Padrón «en la orilla dormida del sendero», tal como se refiere a él su (y mi) paisano y poeta Sebastián Monzón (El otro mar, 1982). Ambos, Diego y Monzón, lo definen por sus características físicas (solo se trata de una 'planta de tallo leñoso y elevado, que se ramifica a cierta altura del suelo').
No obstante, para Gerardo Diego es un símbolo espiritual. Es «flecha de fe, saeta de esperanza» ante quien llega su alma «peregrina al azar». A consecuencia del intenso impacto emocional, casi de delirio y absoluta exaltación religiosa, el poeta («qué ansiedades sentí de diluirme / y ascender como tú […]») pretende alcanzar las hiperbólicas alturas, pues el ciprés de Silos es «mástil que a las estrellas casi alcanza».
También es simbólico para Monzón «Aquel recio ciprés» del cementerio galdense que «...remonta el verde encanto / y al cielo la mirada apunta y vuela» (animalización). Pero a la vez que vigila la dulce paz del pintor, su amigo, le sirve como «testigo mudo de mi llanto». El poeta galdense no asciende a los cielos como Diego, muy al contrario: permanece en el camposanto para velar el recuerdo de Antonio Padrón. Su ciprés, por tanto, como símbolo del perpetuo silencio.
III. La libertad solo se consigue a través de uno mismo. Para llegar a ella Miguel Hernández sangra, lucha y pervive en el poema 'Para la libertad' (El hombre acecha, 1938). Y por ella da a los cirujanos «mis ojos y mis manos» a la manera de «un árbol carnal, generoso y cautivo». Esa lucha, claro, produce heridas. Incluso, simbólicamente hablando, durante los combates su cuerpo pierde reliquias, partes del cuerpo, 'restos de un todo'). Sin embargo, estos renacerán como retoñan los árboles mientras les quede savia, energías que mantienen las pulsaciones. Y en un ingenioso símil, absolutamente ajeno a lo real, el poeta se define como «el árbol talado que retoño» pues «aún tengo la vida».
IV. El árbol de la ciencia (1911) es, de las novelas filosóficas de Pío Baroja, la mejor. Andrés Hurtado, estudiante de Medicina y, tras unos años, médico ejerciente, es el hilo conductor de la narración. Se oponen dos planteamientos ante la vida: su tío Iturrioz, también médico, defiende el vitalismo ('las leyes de la física o de la química, por sí mismas, no pueden explicar los procesos y funciones vitales'). Por contra, Andrés es racionalista ('la razón humana es omnipotente e independiente').
¿Y por qué la voz 'árbol' en el título? Al igual que las anteriores, se trata de un símbolo explicado dentro de la misma novela: Dios hizo nacer a dos árboles en Edén. Uno, el de la vida; el otro, el de la ciencia. Y Dios, su creador, le prohibió a Adán comer el fruto del segundo, ¡el árbol de la Ciencia! (Pero luego, añado, llegó Eva, la pérfida, la vibora engatusadora del sanaca de Adán, la aliada de Satán. Mas no seré yo quien aclare por qué no sucedió a la inversa ni cuál es la razón para justificar tal prohibición...)
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