Había una vez un ratón que vivía en una granja. Una noche, observó con horror cómo el granjero colocaba una trampa. Alarmado, corrió a pedir ... ayuda a los otros animales.
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¡Han puesto una trampa! —advirtió a la gallina—. Lo siento, ratón, pero eso no es mi problema, respondió ella. A mí no me atrapan con trampas.
Desesperado, el ratón fue al cerdo. ¡Han puesto una trampa!. Lo lamento, ratón, pero eso no me afecta —gruñó el cerdo—. No es asunto mío.
El ratón, angustiado, se acercó a la vaca. ¡Por favor, ayúdame! ¡La trampa es un peligro! —No es mi problema —respondió la vaca con indiferencia.
Esa misma noche, la trampa se activó, pero en lugar de atrapar al ratón, atrapó la cola de una serpiente. La serpiente, furiosa, mordió a la esposa del granjero cuando se acercó. Para curarla, prepararon un caldo de gallina. Luego, mataron al cerdo para alimentar a los visitantes que llegaron a cuidarla. Y cuando la enfermedad empeoró, sacrificaron a la vaca para ofrecer comida en su funeral. El ratón, desde su agujero, vio cómo todos aquellos que dijeron 'no es mi problema' desaparecieron uno a uno.
Este cuento nos recuerda que lo que hoy creemos ajeno puede terminar afectándonos más de lo que imaginamos. La indiferencia nos parece inofensiva hasta que nos convertimos en sus víctimas.
Me parece oportuno reflexionar sobre esto porque vivimos en una sociedad donde la indiferencia es cada vez más habitual. Nos hemos acostumbrado a desentendernos de los problemas ajenos porque creemos que no nos afectan directamente. Cuando vemos injusticias, pobreza, soledad o sufrimiento en otros, es fácil susurrar: 'No es mi problema' y seguir adelante con nuestra vida.
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Pero la realidad es que todo está conectado. La trampa del ratón no parecía un problema de la gallina, el cerdo o la vaca, hasta que lo fue. La desigualdad no es nuestro problema hasta que afecta a alguien que amamos. La falta de empatía no es nuestro problema hasta que somos nosotros quienes necesitamos ayuda.
El egoísmo ha levantado muros entre las personas. Nos ha convencido de que preocuparnos solo por lo nuestro es suficiente, de que nuestra vida es un territorio aislado y ajeno a los problemas de los demás. Pero esos muros no nos protegen, solo nos separan. Creemos que basta con mirar hacia otro lado, con no involucrarnos.
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La injusticia que toleramos hoy será la que tal vez suframos mañana. La falta de solidaridad que justificamos en otros será la misma que nos dejará solos cuando necesitemos ayuda. La insensibilidad que permitimos seguirá creciendo hasta que el dolor nos toque de cerca.
Hoy, millones de personas sufren mientras el mundo sigue girando con indiferencia. Vemos a los migrantes poner en peligro sus vidas en busca de un hogar seguro, a las personas transexuales teniendo que volver a luchar por sus derechos, a la población de Palestina y Ucrania atrapada en conflictos devastadores, a comunidades en África sumidas en la pobreza extrema. Y, aun así, muchos susurran: 'No es mi problema'.
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Pero sí lo es. Porque cada acto de injusticia que ignoramos nos deshumaniza un poco más. Porque cerrar los ojos hoy no nos evitará sentir el impacto mañana.
La historia está llena de episodios donde la indiferencia costó vidas, donde la falta de acción permitió el sufrimiento y la muerte de inocentes. Durante el Holocausto, muchos vecinos y amigos se quedaron en silencio mientras millones de judíos eran perseguidos y exterminados. Miraron hacia otro lado, pensando que no era su problema, hasta que el horror tocó a sus puertas.
En nuestra propia sociedad, hay quienes lo están pasando realmente mal y necesitan que les ayudemos. Personas dependientes que mueren sin recibir la atención que merecen, enfermos que esperan meses o años en listas de espera sanitarias, personas mayores o con discapacidad que no pueden salir de sus casas, niños que crecen en hogares donde falta lo esencial. Cada uno de ellos es parte de nuestro mundo, y su sufrimiento no es ajeno.
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No podemos ignorar el llanto de un niño que pasa hambre, ni la angustia de las personas que no llegan a fin de mes. No podemos desentendernos de las madres y padres que luchan por cuidar a sus hijos con discapacidad sin apoyo, ni de los ancianos que pasan sus días en soledad, esperando que alguien les pregunte cómo están. Su dolor es parte de nuestra sociedad, y mientras sigamos creyendo que no nos afecta, estaremos contribuyendo a una realidad más fría, más dura y más injusta para todos.
Imagínate una sociedad donde, en vez de decir 'no es mi problema', te preguntaras '¿cómo puedo ayudar?'. Un mundo donde el dolor ajeno nos conmoviera, donde la injusticia nos incomodara tanto que no pudiéramos seguir adelante sin hacer algo al respecto.
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Porque sí es tu problema, nuestro problema. Porque el dolor de los demás es también nuestro dolor, porque la injusticia en cualquier rincón del mundo nos afecta a todos, porque lo que ignoramos hoy puede ser nuestra propia herida mañana.
Está en nuestras manos cambiar la indiferencia por empatía, la pasividad por acción, la distancia por cercanía.
Con pequeños gestos y grandes decisiones, podemos construir un mundo donde la solidaridad no sea la excepción, sino la norma. Puede parecer utópico, pero ¿para qué sirve la utopía? La utopía sirve para avanzar.
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(ojalatesirva.com)
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