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Hace un tiempo el papa reunió, en el Vaticano, a lo más granado de la autoridad católica. Ante un clamor mediático que no cesa por los miles de casos denunciados sobre abusos sexuales y pederastia perpetrados por obispos, sacerdotes y religiosos, cerca de doscientos purpurados, con el papa Francisco al frente, hicieron una especie de confesión pública de los pecados cometidos, en cientos de diócesis y archidiócesis de todo el orbe católico.

Una de las conclusiones primera fue que no hubo resoluciones definitivas, sino 21 medidas propuestas por el papa, entre las que destacan dos: dejar que cada pastor, en su diócesis, investigue, dictamine y trate a las víctimas según convenga y que, por fin, «a buenas horas mangas verdes», el jefe supremo de la jerarquía católica, acepta que los obispos y clérigos abusadores puedan ser tratados, por igual, que cualquier abusador seglar, por los tribunales de justicia. Con lo que abre la posibilidad de que aquellos religiosos pederastas no se escondan ni detrás del perdón que otorga la confesión, en una absolución dada en nombre de un Dios benigno, por uno de su propia clase ni que se les juzgue, solo, por el Derecho canónigo.

Coincidió el evento con la condena a uno de los más altos dignatarios de la Iglesia, el cardenal australiano George Pell, mano derecha del papa en cuestión de dinero, por abusos y violación que, entre otras disposiciones y pastorales, perseguía a los divorciados y homosexuales a los que consideraba como una plaga.

Según informan agencias de noticias al menos once obispos españoles han mirado para otro lado ante la gran cantidad de abusos sexuales en los últimos 40 años. Porque, los obispos, en su afán por disimular o exculpar delitos cometidos por sus párrocos les imponían la «pena» de separarlos de sus víctimas y enviarlos a otra parroquia situada lo más alejada posible del ambiente donde ejercía su ministerio. A veces tan lejos como a otro continente a donde 18 clérigos, descubiertos en España y otros lugares, fueron trasladados a Sudamérica y África que, en algún caso, con nombre y apellidos, siguieron haciendo de las suyas. Se traslada cura y problema a otro lugar ignoto para que lo sufran otros y de esta forma la conducta del abusador sigue siendo tan ominosa como impune.

Lo último, la constatación del abuso sexual perpetrado contra menores, durante nada menos que cuarenta años, por parte de un abad del monasterio de Monserrat. La investigación muestra, a las claras, que sus responsables nunca actuaron contra el autor de los delitos.

En otras latitudes existen precedentes de que «quien la hace la paga». El Gran Jurado de Pensilvania califica de criminales a los abusos sexuales cometidos por 300 sacerdotes sobre cerca de mil menores de la diócesis. Un paso adelante para que lo que la curia del Vaticano llamaba «traición a la gracia del orden sagrado» pase a ser delito que ponga a los interfectos en el banquillo de los acusados.

Admitiendo que el comportamiento sexual es un instinto propio de la naturaleza humana que afecta todos los humanos y que resulta más atractivo ser dionisiaco que apolíneo o, en Román paladino, «tiran mas dos tetas que dos carretas», hay quienes no dudan de que si los curas no estuvieran sujetos a la imposición del celibato habría menos casos de abusos sexuales cometidos contra monaguillos, monjas, niños y niñas de catequesis.

Sin dejar de lado la ingente cantidad de atropellos contra menores pretéritos y actuales producidos en los secretos de sacristías, casas sacerdotales o palacios obispales, no es menos cierto que la mayor parte de los abusos sexuales, en todas sus variantes y actos de pederastia, son cometidos por hombres, en menor medida mujeres, de todas las clases y estamentos sociales.

Como también hay que evitar el diagnóstico de los que opinan que el origen de la conducta reprobable está en los genes. Son pocos los casos y suelen estar asociados a violaciones sexuales, torturas y muertes en manos de psicópatas de difícil solución como se comprueba con aquellos que salen de la cárcel y vuelven a reincidir en el mismo abyecto comportamiento y delito.

Para terminar, si no del todo, al menos prevenir la desoladora estadística, al límite de una verdadera epidemia social, que afecta al clero y la jerarquía recordar la carta que el historiador y ensayista, Antonio Elorza, remitió al Vaticano, en el año 2015, en la que insta al papa Francisco a que, de una vez por todas, se decida terminar con la obligada imposición del celibato impuesta al clero, religiosos y religiosas en aras de un bien superior y mejor servicio a la Iglesia. La carta acaba con esta admonición: «Francisco, despierta, los templos, los seminarios, los conventos y sacristías están vacías».

La crisis de las vocaciones al sacerdocio comenzó a mediados de los años sesenta del siglo XX cuando, de un cura que renunciaba al sagrado ministerio y a ser «sacerdote según la orden de Melquisedec» se decía que «había colgado la sotana». Unos optaban por pedir al Vaticano, vía su diócesis o archidiócesis, la dispensa y otros directamente se pasaban a la laicidad y cambiaban el dilexit, del latín diligo, una especial manera de amar sublimado, por amores más terrenales.

Por eso la feligresía de ciertas parroquias admiten la existencia de párrocos que no renuncian a su labor pastoral y el sueldo todavía vigente en el Concordato, entre Iglesia y Estado y, pese a la prohibición expresa de la autoridad eclesiástica y vaticanista que impone el celibato, ocultan que tienen pareja, al menos, en régimen de «mediopensionista». Lo que, para la tradición de la Iglesia oficial, significaba vivir amancebados.

Tal comportamiento, en el que la unión de afecto y sexo, compartido, colabora a la salud psíquica y bienestar de cualquiera, sea laico o religioso, contradice y echa por tierra una de las máximas del fundador del Opus Dei, monseñor Escribá de Balaguer, que para exaltar, sublimar, la entrega a Dios, a través del sacerdocio y mejor si era de la «Obra», despreciaba la unión que la propia Iglesia bendecía en sacramento, afirmó, en una entrevista a la revista Telva, en 1968, en un ejercicio de clasismo intolerable, que «el matrimonio es para la clase de tropa y no para el estado mayor de Cristo». Esa tropa, familias cargadas de hijos de las que se beneficiaban, gerifaltes de la «Obra» (políticos y ministros incluidos) para emplearlos como peones de sus latifundios, los hombres, criadas, luego «chicas del servicio», las mujeres, para servir en sus mansiones y residencias de verano.

Habría que preguntarle al beatifico fundador de Obra y a sus seguidores si, también, consideran clase de tropa al primer representante de Cristo en la tierra, Pedro, igual que otros apóstoles que tenían esposa y que, San Pablo, uno de los fundadores y propagadores del cristianismo, en una carta a los Corintios escribió que los primeros discípulos de Cristo estaban casados, lo siguieron estando y reconoció que él era la única excepción.

El debate está abierto y los medios, plataformas y redes se harán eco de nuevos casos y las soluciones aportadas por los dirigentes de la Iglesia y el trato reparador, que en parte ya existe, a las víctimas.

Un periódico tan prestigioso como The New York Times, muy al tanto de la pederastia que asola a la Iglesia Católica de Estados Unidos, editorializa sobre el asunto y afirma que se termine con el celibato y, va más allá, al proponer una idea, en boca de muchos teólogos y teólogas actuales: que las mujeres pasen a formar parte del clero con la posibilidad de que alcancen las más altas dignidades de la jerarquía.

Esta posibilidad, por ahora, no está en la agenda del papa que, en una alocución, afirmó: «el feminismo es un machismo con faldas». Igual que lo han sido, tapados, por muchos siglos y olvidadas ignominias, los hombres que vestían de sotana.

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