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Lo decían los mayores siempre que nos agobiábamos con quince años:
todo pasa por algo. Nosotros no entendíamos porque creíamos, como casi
todos los adolescentes, que el mundo tenía que ser como queríamos
nosotros, y además apenas teníamos perspectivas para entender que casi
todo se repite cíclicamente y que lo lógico es que un día estés arriba
y otro abajo, como en aquella canción de David Bowie que hablaba de
los días in y los días out. Claro que todo esto lo compruebas con los
años, y ahora somos nosotros los mayores y los que repetimos a los
adolescentes las mismas palabras, pero no les digan a ellos que
realmente nosotros, con todo esto que está pasando en las últimas
semanas, hemos regresado a una especie de adolescencia desnortada. No
sabemos en qué acabará todo este caos que estamos viviendo ni cómo
diablos vamos a levantar el escenario de la vida cotidiana dentro de
unos meses. De momento solo nos queda seguir remando hasta que esta
tempestad nos deje ver alguna isla más o menos habitable en el
horizonte.
Sí es cierto que el paso de los años nos ayuda a relativizar y a
buscar el perfil menos malo de los días que vamos transitando, todo
ese humanismo que ha aparecido de repente, los comportamientos
solidarios o la propia introspección que deriva inevitablemente del
encierro. También tenemos tiempo de regresar a los libros que fuimos
demorando o a aquellos que requerían muchos días de concentración y
silencio. Uno de esos libros es Fiesta bajo las bombas. Los años
ingleses, de Elias Canetti. La obra de Canetti requiere siempre un
largo viaje hacia nuestros adentros, por la propia profundidad de sus
argumentos, por las cuestiones que plantea y por ese fondo abisal y
sorprendente que se esconde en los libros que realmente merecen la
pena. De sus años ingleses cuenta Canetti muchas anécdotas, vivencias,
lecturas y fiestas, pero, sobre todo, aparecen vivencias con muchos
referentes culturales del pasado siglo.
Uno de esos encuentros habituales en la capital británica que aparecen
en el libro es Oskar Kokoschka, y de lo mucho que se cuenta de esa
confluencia de genios me quedo con la culpa y la pena permanente del
pintor por creerse culpable de la Segunda Guerra Mundial y de los
millones de muertos que quedaron tras aquella locura colectiva.
Kokoschka recordaba que Adolf Hitler se había presentado a la misma
beca a la que optaba él en la Academia de Bellas Artes de Viena. Lo
eligieron a él, y tras esa elección Hitler fue alejándose del arte,
fundó el Partido Nacional Socialista y empezó toda la deriva que
terminó en la Segunda Guerra Mundial y en los horrores de los campos
de concentración. El pintor austriaco decía que si él no se hubiera
presentado a aquella beca la historia de la humanidad podría haber
sido totalmente distinta. Todo eso lo supo muchos años después, y a
él, claro, no le consolaba el todo pasa por algo de nuestras abuelas,
pero sí que pasa por algo, incluso en las peores circunstancias.
Dentro de cinco mil años, cuando nuestro tiempo esté recogido en
apenas dos renglones en los manuales de historia, quedará la belleza
de sus cuadros. Si él no hubiera sido el elegido en Viena a lo mejor
nunca los podríamos haber contemplado, y un cuadro bello de Kokoschka
puede servir para explicar nuestra existencia a quienes vengan mucho
más tarde y no entiendan todo este galimatías de seres humanos que no
logran ponerse de acuerdo ni siquiera en las peores circunstancias.
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