En un mundo global e hiperconectado corres el riesgo constantemente de ofender a un colectivo cada vez que abres la boca. Hemos pasado de la censura extrema por imposición ideológica a la autocensura por miedo a las consecuencias de lo que podamos decir o hacer. Un mal síntoma, porque eso también condiciona la libertad de expresión. Se puede recurrir al tópico de que mi libertad acaba donde empieza la tuya, pero caería en un reduccionismo reprochable al describir así la base de nuestra democracia.
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La opción de ofender está incluida en mi libertad de expresión, por lo que todo lo que pueda afirmar o hacer puede ofender a alguien o un grupo en un momento dado. Y esto no debe cercenar la libertad de expresión si no se incurre en otros delitos, porque tampoco todo vale bajo el paraguas de esta libertad. ¿O sí?
Y es que ningún derecho o libertad tienen un carácter absoluto en su puesta en práctica. Esa es una máxima que se traduce en que el hecho de tener ese derecho o libertad no legitima para hacer lo que me de la gana frente a los demás. Nuestra sociedad se basa en la idea de intercambiar pareceres, discutir, ofendernos, pero no matarnos amparados en la libertad de expresión.
El rapero Pablo Hasel ha sido condenado a una pena de nueve meses de prisión por los delitos de «enaltecimiento del terrorismo e injurias a la Corona y a instituciones estatales» por sus letras y mensajes en Twitter. Aparentemente la Audiencia Nacional no ha vulnerado el derecho de Hasel a expresarse libremente, sino que ha condenado al rapero por un delito de injurias al Jefe del Estado y por enaltecimiento del terrorismo. Además, es reincidente. Según la sentencia del Tribunal Supremo que confirmó la condena a Hasel, las expresiones contra el rey y las fuerzas policiales no pueden considerarse en este caso libertad de expresión. El «ejercicio de la libertad de expresión y opinión cuenta con algunas barreras», señalaba la sentencia sobre sus comentarios en redes sociales, y sobre su conducta, decía que va «más allá» de la «camaradería nacida de vínculos ideológicos» al comportar una «alabanza, no ya de los objetivos políticos, sino de los medios violentos» empleados por organizaciones terroristas como ETA o Al Qaeda.
En estos casos, y sin aplaudir las letras de Hasel, siempre recurro a una frase de Chomsky: «Si no creemos en la libertad de expresión de aquellos que despreciamos, no creemos en ella en absoluto». El problema es ir un pasó más allá.
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