La leyenda del beso
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Hay besos eróticos química del amor, contacto entre dos epidermis y fusión de dos fantasías que dijo el poeta. Y amorosos a un bebé que no son lo mismo que los, fríos, reflejados a través de un plasma.Secciones
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Hay besos eróticos química del amor, contacto entre dos epidermis y fusión de dos fantasías que dijo el poeta. Y amorosos a un bebé que no son lo mismo que los, fríos, reflejados a través de un plasma.La pandemia nos ha hurtado de una de las manifestaciones más universales y presentes en todas las civilizaciones: poder besarnos en público como símbolo de afecto y alegría de dos o más personas que se encuentran. No por eso el beso deja de ser menos deseado. Símbolo universal de protección y querencia desde la infancia, ardor en el despertar joven, amistad madura y serenidad deseada en el otoño de las vidas. Ha sido ensalzado y loado por poetas y creadores de todas las artes. La Leyenda del beso es una zarzuela estrenada el 18 de enero de 1924 en el teatro Apolo de Madrid. Los asistentes seguro que salían con la sana intención de probar la mezcla del lirismo musical con besos de sabor a azúcar, pintura, picadura o sal. El escultor Augusto Rodin dejó en la marca indeleble del hierro el símbolo de beso entregado que se exhibe en un parque para euforia de visitantes enamorados. Luego, a partir de los años veinte, lo inmortalizó la industria del celuloide cuyo culmen se produjo en la película Lo que el viento se llevó, en los besos entre Escarlata O´Hara y Rhet Butler y el más ardiente que ella le pidió, con lágrimas en los ojos, barruntando una despedida. No solo el cine, porque hubo una instantánea fija que traspasó fronteras. Se encargó de difundirlo la revista Life que publicó, en el año 1950, la fotografía de un célebre beso que dio la vuelta al mundo. Una pareja se besa con una pasión inusitada, rodeada de viandantes asombrados, en una céntrica calle de Paris. La imagen fue capturada por el francés Robert Doiseneau que, ante las dudas de si fue espontánea o preparada, declaró que le había pedido a una pareja de estudiantes que, a cambio de fama y dinero, posaran con un beso apasionado en los labios delante del Ayuntamiento de París. El mismo efecto visual produjo el beso de una pareja inmortalizado por el fotógrafo Alfred Einsenstad en la plaza Time Square, en agosto de 1945, en la que un marinero recorría las calles y se abrazaba con cualquier mujer que se encontrara para festejar el final de la Segunda Guerra Mundial. Metidos en nuestro ambiente isleño de antaño, a los niños se les obligaba a besar a los abuelos y padrinos a los que tenían que pedir la bendición. A parientes y otros adultos se les ponía la cara, para un beso obligado, por respeto. Como a los curas, en la mano, que respondían con una sonrisa y aquiescencia beata al tiempo que hacían el gesto de la bendición con la mano. La férrea dictadura y las grandes dosis de moralina administrada por la Iglesia no impidió que las parejas, además de hacer manitas, pagaran la entrada del cine para olvidarse de la película y convertir la sala en un estruendo de butacas. «Como niños besándonos en la sombra», canción y melodía dulzona de Los Brincos, conjunto de moda de la época, que invitaba al baile, cuando no al magreo, de las generaciones de los felices sesenta que hoy peinan canas o ya han entrado en el tiempo del «Estanque dorado». Hoy los besos en la boca lo dan y reciben adolescentes como muestra de simple y diaria amistad porque ya hace décadas que se pasó, sin trauma, de hacer manitas a los besos de tornillo. Hay besos eróticos química del amor, contacto entre dos epidermis y la fusión de dos fantasías que dijo el poeta. Amorosos, tiernos de los padres o abuelos al bebé que, a mi sentir, nunca suplantarán al virtual de las video-conferencias porque, entre otras razones, no podré aspirar su fresco olor a colonia después del baño ni ver de cerca su primera sonrisa de la mañana. Esos besos que elevan el nivel de oxitocina en el cerebro, la hormona llamada del amor que, como la actividad física o el chocolate, son responsables del humor, la euforia y el buen ánimo. Hay besos negados como los dados entre hombres hasta que, en tiempos recientes, se acepta que «los hombres también lloran». Besos deseados, los que ahora por las restricciones de la pandemia y la mascarilla no se pueden dar en públicos. Besos traicioneros como el más famoso, el de Judas a Jesús de Nazaret para indicar a los guardias quien era el que se hacía pasar por el Mesías, rey de los judíos. Igual de traicioneros el de los políticos que, detrás del abrazo de oso, esconden una daga. Los daba, a diestro y siniestro, el besucón presidente de la Unión Soviética, Leonidas Breznev. Fue el que le dio en la boca al presidente de la Alemania Oriental Hoeneker para conmemorar la creación de la República Democrática. Hoy se puede ver pintado en los restos del Muro de Berlín para recordar su caída. Ese beso, en la boca, resultó el presagio de una traición, los dos sabían que era el de una tragedia griega porque, años más tarde, la Perestroika de Gorbachov terminó con el sueño de una religión, el credo comunista y cayeron, como fichas de dominó, las naciones que componían la Unión Soviética para convertirse en pequeñas o grandes patrias olvidadas libres del mando férreo de la nomenclatura soviética. Litúrgicos, el ósculo de paz que arranca del día del amor fraterno de la cena, en el Jueves Santo, de Jesús con sus discípulos. Besos robados como el primero de un joven o adolescente a una chica que, sorprendida, puede responde con un no. Hoy puede ser considerado como acoso y en otros tiempos como la descarga de un hervor hormonal de una vida que sale al encuentro. Besos prohibidos, largo tiempo, por la iglesia que condenó la libertad amorosa de Grecia y Roma, inventó la culpa y solo fueron redimidos con la publicación del Decamerón de Boccaccio en la que los besos se confundieron con los cuerpos poseídos de un ardor lascivo propio de una orgía. En el medievo hubo besos de osados trovadores que robaron un beso a una dama cautiva en lo alto de una torre almenada. Muchos pagaron con su vida la osadía y fueron emparedados, por orden de un señor celoso e iracundo, con su musa y laúd. El romanticismo retomó la estela de los antiguos trovadores y convirtió al beso en algo sutil, etéreo, a veces trágico, robado a una dama en el seto de un jardín o cuando cae la tarde en la penumbra de una arboleda. El poeta romántico Gustavo Adolfo Béquer escribió que «El capitán francés quiso robar un beso de los fríos labios de Elvira Castaneda». Para no ser menos, en la panoplia de días, a veces rayando en lo grotesco y absurdo, también tiene su día mundial. Hoy, en público, se limitan a ser volados pese a que, cientos de jóvenes, con vasos de alcohol en las manos, se besan en una inconsciente y transgresora algarabía, invitados por políticos a un turismo de borrachera. Por último, hay besos eróticos, sexuales escritos, hace siglos, en el manual amoroso del Kama Sutra que elevó el beso a la categoría de lo divino o el de la conjunción perfecta de poesía, amor y ensueño como el de Mario Benedetti que escribió: «hacedme inmortal con un beso».
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