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Hemos llegado al paroxismo de los lugares comunes, como cuando España entera se tronchaba de risa con dos cómicos que cada semana repetían por televisión “veintidós, veintidós, veintidós”. No sé qué gracia tiene el número veintidós, en todo caso un recuerdo de ficción romántica cuando Bogart en “Casablanca” ordenaba al croupier de su casino que sacara dos veces ese número para con las ganancias salvar la vida y el amor de una joven pareja de fugitivos de los nazis. El caso es que esta campaña electoral -que ya dura años- está construida con repeticiones de los mismos mantras, y ya veremos cómo han calado en el electorado.
No hace falta ser un lince para entender que hay una serie de ideas que se convierten en lugares comunes y que son aceptadas por el inconsciente colectivo. Veamos: Los bajitos tienen muy mala leche, los gordos son unos bonachones, los delgados son muy estrictos, las rubias son tontas, los altos son elegantes, las delgadas tiene estilo, los funcionarios de ventanilla son muy tiquis-miquis... Hay unas etiquetas falsas que acaban generalizándose. Si seguimos esas ideas que no se sabe muy bien de dónde han salido, dejamos de ser justos y seremos fácilmente arrastrados por la corriente.
Quienes fabrican los mensajes de las campañas electorales saben esto y más, que para eso suelen ser profesionales con mucha formación y experiencia. Escuchamos en las intervenciones públicas cómo se van colando determinadas frases que tratan de crear una imagen apocalíptica del adversario. Si lo que dicen es verdad o mentira es lo de menos, lo que interesa es el efecto “veintidós”, que finalmente cae a los pies de Goebbels, cuando aconsejaba a los voceros nazis que repitieran determinadas ideas, aunque fueran falsas, porque una mentira mil veces repetidas acaba funcionado como una verdad incuestionable. No es que la mentira se convierta en verdad, es que se percibe como verdad, porque el rugido de la marabunta impide que se racionalice lo que se escucha. Digamos que, de ese modo, una mentira fácilmente desmontable se convierte en verdad mediática.
Lo vimos claramente hace unos meses, cuando tres partidos convocaron una manifestación en la Plaza de Colón, donde conocidas voces del periodismo enlazaron una mentira detrás de otra, cuando era muy evidente que mentían, y no les importó jugarse su credibilidad profesional, que curiosamente nadie les ha cuestionado. Entre otras cosas, decían que Pedro Sánchez había acordado con los independentistas catalanes la convocatoria de un referéndum, y hacía varios días que el propio Sánchez había roto las negociaciones con los separatistas para recabar apoyos a sus presupuestos, y había anunciado que habría elecciones el 28 de abril. Y no solo no se sonrojaron entonces, es que ahora mismo siguen con esa letanía que ya es tan cansina como la que hizo famoso al Dúo Sacapuntas.
Así se construye el discurso del miedo, pero como decía Atahualpa Yupanqui, “no tenerle miedo al miedo / que más miedo le va a dar”. Asustan los resultados obtenidos por la ultraderecha en las elecciones andaluzas, y me parece una torpeza de la derecha democrática, no solo pactar con partidos que predican la vuelta a las cavernas, sino justificar su existencia con el manido discurso de que todas las opiniones políticas son válidas. Me pregunto si se pueden dar por buenas y democráticas ideas que, de tener la ocasión de manejar el poder del estado, impedirían todo lo que hoy consideramos democrático, empezando por la libertad de expresión en la que dicen ampararse. La derecha democrática, sumándose al discurso del miedo y el victimismo que sustentan los recién llegados, ha perdido una oportunidad de marcar su territorio en una España dentro de una Europa del siglo XXI. El miedo es la materia con la que se genera el odio, y aunque seguramente la mayor parte de los votantes de esas fuerzas no tengan esa ideología y su papeleta sea fruto del cabreo o la decepción, le dan voz al miedo que predica el odio. Ya pasó en la Alemania de los años treinta del siglo pasado, y la escalera tiene tres pasos muy claros: mentira, miedo, odio.
Esto sucede en la Europa de las libertades, que es muy justa y equitativa cuando las cosas van bien, pero no olvidemos que se transforma en un monstruo desde que hay problemas. Ya lo dijo Albert Camus en una entrevista en 1947: «El siglo XX no ha inventado el odio. Pero cultiva una variante particular que se llama el odio frío, en maridaje con las matemáticas y las grandes cifras. La diferencia entre la matanza de los Inocentes y nuestros ajustes de cuentas es una diferencia de escala. ¿Sabe usted que en veinticinco años, desde 1922 a 1947, setenta millones de europeos, hombres, mujeres y niños, han sido privados de hogar, deportados o asesinados? He ahí en lo que se ha convertido la tierra del humanismo, que, a pesar de todas las protestas, es como debemos seguir llamando a esta vergonzosa Europa». Ese es el peligro ahora, y las cantinelas del “veintidós” forman parte de esa infernal escalera.
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