Directo Torres comparece en la comisión de investigación del caso Koldo

Un año más llega el Carnaval, y arriba por 'la punta de La Isleta', como in illo tempore lo hiciera por la 'portadilla' de San ... José o por la 'Puerta de Triana', y lo hace, como le ocurre a la vida misma, como acontece en nuestra existencia cotidiana, entre alegrías y tristezas, con afanes e ilusiones, envuelto en nostalgias y con la mirada puesta en el porvenir, entre la alegría y la inmersión de muchos y la incomprensión de algunos. Pero, como ocurría también 'in illo tempore', y sustentaba D. Domingo J. Navarro, «nuestros progenitores esperaban siempre ansiosos la temporada del Carnaval y la prolongaban lo más que podían».

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El Carnaval es una fiesta que, en la transición del invierno a la primavera, está presente en civilizaciones y culturas cuya memoria se pierde en la noche de los tiempos, como pueden ser las sumerias y egipcias de hace más de cinco mil años. Como toda celebración comunitaria el Carnaval, in illo tempore, se adaptó a usos y costumbres de cada lugar y de cada época. Pero, a través de los siglos, parece mantenerse una corriente subterránea, o sumergida -como convenga en cada parte-, que mantiene un cierto espíritu inalterable al ser y sentir de esta fiesta grande. Es quizá lo señalado por el filólogo, profesor y académico Fernando Lázaro Carreter que, al estudiar el Carnaval, en referencia al mundo carnavalesco y la literatura en el escritor ruso Mijaíl Bajtin (1895-1975), señalaba que esta celebración «no se limita a los días que así se llaman en el calendario, sino a festejos muy variados que se han celebrado y se celebran en todo tiempo y lugar. Se trata de una actividad social que responde a una subversión permanente contra lo serio y lo cotidiano, y que aflora con cualquier pretexto».

Banquetes y bailes con máscaras y disfraces, que encomiaban la exuberancia de la tierra y sus frutos. Bacanales y festejos diversos, con desfiles y representaciones teatrales que apiñaban a toda la población. Casi todo estaba legitimado, pero, para salvaguardar reputaciones, se cubrían los rostros con antifaces y disfraces. Llegó el tiempo en que las tradiciones paganas se adaptaron al cristianismo, y la fiesta fue como un preludio de la cuaresma, tanto que la misma Iglesia habla y reza en el martes de Carnaval, un día que en «alemán se le llama Fastnach, víspera del ayuno, los anglosajones tienen dudas Shrove Tuesday (martes de confesión) o Pancake Day (día de las tartas o bollos preñaos, los latinos somos más vitalistas y así en Francia, Italia y Portugal se le conoce como martes gordo… no es una simple curiosidad el nombre que se le dé, como no es una curiosidad que encaje tan bien la fiesta del carnaval, con aquel refrán, víspera de mucho, mañanas de nada…»

Y en Canarias, en los primeros siglos de la capital grancanaria, encrucijada de culturas, de encuentro de pueblos con sus usos y tradiciones, la fiesta cuajó y se enraizó con sabor propio en ese mundo emergente, «en ese mestizaje» -como señaló el escritor Orlando Hernández en su libro 'El Carnaval de Gran Canaria' (1988)- «que hace propicia la realidad religiosa del Carnaval. El juramento del conquistador Pedro de Vera ante la falsa hostia -sin consagrar- según se dijo. El morboso mundo del incipiente real. Los nuevos conversos, más por obligación que por fe. Las prácticas curanderiles de africanos y portugueses. El nuevo ritual cristiano con su cohorte de vírgenes y monásticos ávidos de sol, dentro de una geografía pánica y dionisíaca, casi hacen de la Villa un escenario único para el Carnaval».

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Y la fiesta se nutre de aquellas clases de pandereta, y otros instrumentos bulliciosos y alegres, que se daban a los niños del coro catedralicio, de los gigantones y papahuevos que corrían junto a la Tarasca del Corpus, y terminaron adornado las fiestas populares, de los bailes de máscaras al modo italianizante que empezaron a darse en los salones de genoveses, para trascender a los de todas las familias- «En los tres días de Carnaval casi todas las casas estaban francamente abiertas, desde media mañana a media noche, para las innumerables máscaras que recorrían las calles con algazara y entraban en las casas a bailar y participar en los refrescos con que las obsequiaban», como recordaba D. Domingo-, del esplendor de luminarias, carros triunfales y máscaras, paseos con música y quema de cohetes -poco a poco denominados aquí 'voladores'- que se preparaban para las grandes y más diversas conmemoraciones oficiales e institucionales, o de aquellos banquetes y saros ofrecidos a personalidades que visitaban la isla, como el que recoge José Viera y Clavijo, en su 'Historia de Canarias', al relatar la entrada del capitán general Íñigo de Brizuela en la ciudad, en febrero de 1635, cuando se le sirvió «aquella noche una gran cena, y tres banquetes los días de las carnestolendas».

No es de extrañar que, en 1783, el cronista Lope Antonio de la Guerra recogiera como «se supo que en Canaria (en referencia a Gran Canaria y su capital) fueron muy célebres estas carnes tolendas, porque con la noticia de estar ajustada la paz (con Inglaterra) se iluminó la ciudad por las noches y habiendo llegado allí algunos operantes hubo conciertos, saraos, máscaras y otras diversiones». Todo ello cuajo en documentos, en la literatura, en el arte, pero también en la tradición oral, en una memoria colectiva transmitida de generación en generación, que ha hecho del Carnaval un verdadero hito identitario de la ciudad y de la isla, hoy reconocido a nivel internacional.

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El Carnaval grancanario evolucionó y transformó su carácter y aspecto casi al unísono con la evolución y los cambios que vivieron, a través de distintas épocas, su capital y sus habitantes. Es indudable que la idiosincrasia de sus gentes y de su entorno influyó siempre decisivamente, lo que se dejó sentir, siglo tras siglo, en el escenario y los ambientes que la celebración de las carnestolendas tuvo en cada momento de la historia local. Desde aquel baile de máscaras al modo y gusto italianizante, con trifulca de espadas incluida, de 1574, en salones privados, oscuros y de aforo reducido, casi en la intimidad familiar, a las barrocas cabalgatas y batallas de flores de siglos atrás, y ahora en las brillantes y espectaculares escenografías, en los novedosos y sugerentes espectáculos carnavaleros más actuales, que transforman entornos como el del Parque Santa Catalina, el Carnaval isleño ha caminado por muy diferentes escenarios y espacios urbanos, símbolos elocuentes del sentir y el vivir carnavalero en tiempos muy distintos y distantes… in illo tempore y en el presente más radiante.

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