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Se apagan, ya entrado el mes de abril, los últimos ecos carnavaleros por lo más por diversos rincones de la isla, que son santo y ... seña de un tiempo donde el acontecer cambia de corriente, aleja costumbres que parecían indomables, y asienta sus sentires en otras formas de ver y entender lo cotidiano. Quizá hoy la Cuaresma, y la Semana Santa que la corona, no necesiten de un Carnaval previo, entendido de muy distintas maneras que en tiempos pretéritos, ni las 'carnes tolendas' se perciban como una antesala imprescindible para un lapso de recogimiento y abstinencias. Aunque tampoco debe olvidarse que, en muchas ocasiones, y como aseveraba Tancredi ante Príncipe de Salina, en 'Il Gattopardo' (1958), «si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie».
Miramos al presente que nos envuelve y sólo parece que somos capaces de repetir insaciablemente aquello de '¡o tempora, o mores!', como muestra de un asombro, que casi nadie se termina de creer, ante los tiempos que corren y las costumbres que se creen nuevas, y hasta corrosivas. Sin embargo, costumbres, tradiciones, usos enraizados en la cotidianeidad, han fluido con el devenir de los siglos, y, si se mira atrás con atención y minuciosidad, se verá cómo mucho de lo que se reputa novedoso, no lo es en su esencia. Y este es el caso, pues puede que ahora los festejos de máscaras y sábanas hayan traspasado el umbral del mítico 'Martes de Carnaval y el Miércoles de Ceniza', pero hace más de un siglo Domingo J. Navarro, en 'Recuerdos de un Noventón' (1895), comenzaba su crónica carnavalera asegurando que «nuestros progenitores esperaban siempre ansiosos la temporada del Carnaval y la prolongaban lo más que podían».
Siempre se buscó una disculpa para ello, como acontecía con el primer domingo de Cuaresma, cuando se celebraba el afamado festejo de «la Piñata», que ya se celebraba en Italia desde los tiempos de Marco Polo en el siglo XIII. En la actualidad, y más en una isla tan cosmopolita, como turística, es comprensible que el festejo carnavalero haya buscado prolongarse en el tiempo y el espacio, y hasta en la cuantía, para dar la oportunidad de disfrutarlo a miles de personas más. Pero ello no cambia que sea ese momento del año en que dos celebraciones antagónicas, tan antiguas y arraigadas en la cultura occidental, mantengan ese carácter y esa esencia, pues según señaló el escritor Orlando Hernández, en su obra 'El Carnaval de Gran Canaria' (1988), esta es una fiesta «que no se concibe sin la austeridad de la Cuaresma que le sigue, lo mismo que a la inversa se celebran las fiestas de las vendimias y las cosechas».
Poco a poco, alejado el sahumerio del Miércoles de Ceniza, los días pasionistas de la Cuaresma abren el baúl de usos y costumbres 'semanasanteras', que bien pronto arraigaron en los barrios más antiguos de la capital insular, como en las primeras y más populosas poblaciones de la isla. Son estos los días en los que el rumor cofrade, en el silente frescor de la luna primaveral, abrazado al aroma de las primeras flores que inundan parterres, arriates y macetas por los más inesperados rincones isleños, habla de una inquietud que se traslada generación tras generación; de una ilusión que se sueña en la infancia, se abraza en la juventud y, serena, conforta la madurez. Es esa 'pena alegre' -como la ha definido recientemente en el título de su libro el periodista Jorge Bustos- que encierra esa dualidad de esta antigua e identitaria celebración, en una realidad que traspasa todas las fronteras del ánima, en lo material y en lo espiritual.
Días de la primavera que, en la contemplación de una muerte 'casi anunciada', son símbolo de resurrección, de la explosión de vida que retorna cada año, y señala la verdadera y única mirada última de cada existencia. Días y horas en las que la palabra pregonera se enhebra, paciente y con finura, en encendidos versos, en la palabra precisa y elocuente para cada uno de esos pasos que la Semana Santa da día a día, en un calendario de siete jornadas pletóricas de eternidades. Hay quienes, en tan seductor ensueño no dudan en exclamar, «¡pero es que Semana Santa es ya!». Y lo es en el quehacer de cofradías y patronazgos, que, en horas sacadas del descanso de una jornada laboral que da para poco más, desempolvan antiguas piezas de orfebrería, trasladan con tanto mimo, como devoción, imágenes que son auténticas obras de arte del patrimonio insular, montan pasos y tronos con una maestría secular, cuya dificultad no superarían los más complicados puzles. Se adelanta en el sonar de bandas sinfónicas y agrupaciones de cornetas y tambores que, en locales de ensayo, por plazas o improvisados reductos, ensayan piezas procesionales, en las que la Semana Santa despierta de un letargo de muchos meses. Se prenden incensarios y se transforman los aromas de los días cuaresmales. Hasta es la hora en que se subastan puestos de costaleros, de ubicaciones procesionales, o en la que se prueban y preparan unas viandas que conforman toda una exquisita 'gastronomía de vigilia', que todo es trascendente en una tradición con hondo arraigo e identidad en Gran Canaria. Y las señeras piedras de cantería azul, las que levantan catedral, templos y ermitas, las que dan forma a fuentes y empedrados, a bancos y caños de agua, brillan con un fulgor que es difícil ver en otros momentos del año.
La Semana Santa no es sólo una semana, es un largo proceso que vive en el ser y sentir cofradiero a lo largo de todo el año, que aflora con la primavera y florece a lo largo de cuarenta días, tan pletóricos de sensibilidades que parecen una vida entera. Es por ello que, durante siglos, y a sabiendas de lo que ello significaba, no se la dudó en denominar como 'la Semana Mayor del Año'. Son esos días de los que Josefina de la Torre siempre recordó, en la intimidad espléndida de sus versos, como «por las calles isleñas los tronos pasarán/ un año y otro año, en la ciudad en fiesta. / Pero aquellos (¡oh, Bécquer!), esos… no volverán». Ese tiempo del que Domingo Doreste Fray Lesco entresacó personajes, casi atemporales, que la han caracterizado en su conformación, como es el caso del 'Señor Pérez' (José Luján Pérez), Anita Carvajal por Santo Domingo, el maestro Tejera y sus marchas procesionales o el 'sochantre Mateito' que «en Semana Santa culminaba su popularidad». Semana de esa inusual, armónica, sencilla y de serena elegancia mantilla canaria, que se erige como esa otra llamativa bandera blanca insular. Y bajo esa mantilla aparecen los versos de Chona Madera pidiendo «Perdón por esas sales de tu llanto. /Perdón por producirte el quebranto. / Por ser parte, en tu pena y en su muerte: / ya que de una cruz su amor pendiendo», o los de Ignacia de Lara que «En la noche solemne y silenciosa / como sumida en religioso anhelo, / el clarinete con gemir de duelo / dice en el aire su canción llorosa».
Semana Mayor que llega en el inquieto venteo de las palmas, en el deambular de las nubes que marcan el paso del tiempo. Semana Santa que convocan pregoneros, y ensalzan reiterados conciertos de música sacra. Tiempo primaveral para un acontecimiento que se acerca, que cada año arriba como cosa nueva con raíces de siglos.
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