El trasgu, ese travieso duende que habita en la mitología asturiana, representa una fascinante muestra de cómo las sociedades humanas buscan dar sentido a los ... pequeños misterios cotidianos. Cuando un objeto desaparece misteriosamente o un crujido nocturno rompe el silencio, los asturianos encuentran consuelo en culpar a este diablillo juguetón, al igual que los británicos señalan al puk o los alemanes al kobold. Esta universal necesidad de personificar lo inexplicable revela una verdad más profunda sobre nuestra naturaleza: ante la incertidumbre, todas las culturas, sin importar su lengua o tradiciones, han creado sus propios duendes traviesos para explicar esos pequeños contratiempos que escapan a nuestra comprensión inmediata.
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Ya no culpamos a criaturas fantásticas de nuestros infortunios digitales, sino a esta entidad abstracta que parece gobernar nuestras vidas en línea. Cuando nuestros contenidos no alcanzan la visibilidad deseada o nuestras solicitudes son rechazadas, nos justificamos señalamos a este nuevo 'villano' invisible.
Al igual que las figuras históricas o ficticias que concentraron las ansiedades sociales de su tiempo, los algoritmos son percibidos como responsables de problemas complejos como la desinformación, la manipulación de datos o la falta de control sobre nuestras experiencias digitales.
Sin embargo, es fundamental comprender que un algoritmo es simplemente una herramienta: una secuencia ordenada de instrucciones diseñada para resolver problemas específicos. Los resultados que obtenemos no son producto de una entidad malévola, sino de parámetros y criterios establecidos por seres humanos.
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Mucho antes de que los algoritmos digitales dominaran nuestras vidas, la sociedad ya operaba con sus propios sistemas de filtrado y selección. Basta con retroceder algunas décadas y observar el aparentemente simple acto de comprar un periódico en el quiosco para descubrir un sofisticado proceso de toma de decisiones.
El primer filtro lo aplicaba el propio quiosquero, decidiendo qué periódicos colocar en lugares más visibles, una decisión basada en acuerdos comerciales, preferencias personales y popularidad local. Tras este filtro inicial, el impacto visual de la primera plana entraba en juego: la imagen principal, el titular destacado y la disposición de elementos competían por captar la atención del potencial comprador.
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La tendencia política o ideológica del medio representaba otro factor crucial. Los lectores solían elegir periódicos que reflejaran sus propias opiniones, mientras que la reputación del medio en cuanto a objetividad o sensacionalismo pesaba en la decisión final. Este filtro ideológico funcionaba de manera similar a las actuales 'burbujas informativas' en redes sociales. El hábito y la fidelidad también eran determinantes, junto con las recomendaciones de conocidos y los factores económicos, como promociones o precios.
Este proceso de selección, aparentemente simple, constituía ya un algoritmo analógico complejo. La diferencia principal con los algoritmos digitales actuales no reside en el concepto de filtrado y selección, que permanece invariable, sino en la velocidad, escala y automatización del proceso. Lo que antes ocurría de manera visible y tangible, ahora sucede de forma digital y aparentemente invisible, pero los principios básicos siguen siendo los mismos.
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El problema actual no radica tanto en los algoritmos en sí, sino en nuestra obsesión por manipularlos. Al igual que antaño algunos quiosqueros podían intentar influir en las ventas alterando la visibilidad de ciertos periódicos, hoy nos encontramos con intentos constantes de 'engañar' a los algoritmos para obtener resultados que no corresponden con su propósito original. Esta manipulación, ya sea en forma de contenido artificial, interacciones falsas o técnicas de posicionamiento dudosas, no solo distorsiona el funcionamiento natural de estos sistemas, sino que además contribuye a la degradación de la calidad de la información que circula en el entorno digital.
En última instancia, deberíamos recordar que los algoritmos son herramientas diseñadas para servir a un propósito específico, no enemigos a los que debamos vencer o engañar. Cuando intentamos manipularlos para obtener resultados diferentes a los que deberían producir naturalmente, no solo estamos corrompiendo su función, sino también traicionando la confianza de los usuarios finales que dependen de estos sistemas para obtener información relevante y auténtica.
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Poco podía imaginar Al-Juarismi en el siglo VIII, cuando desarrollaba sus revolucionarios métodos matemáticos, que su nombre latinizado como 'Algorithmi' daría origen a un término que hoy se ha convertido en el chivo expiatorio de la era digital. Resulta irónico que aquel matemático persa, que buscaba simplificar y resolver problemas mediante pasos sistemáticos, haya involuntariamente prestado su nombre a lo que muchos consideran ahora el villano omnipresente de la era de la inteligencia artificial.
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