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Verónica Forqué, en una foto reciente. EFE
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Gaumet Florido

Las Palmas de Gran Canaria

Miércoles, 15 de diciembre 2021, 07:39

No deja de ser paradójico. Tecnologías de vanguardia, producto, se supone, de una sociedad avanzada, se convierten en un instrumento para que algunos sacien sus instintos más primitivos, bajos y salvajes. Hordas de descerebrados ensucian las redes sociales con sus escupitajos, despellejando vivo a todo el que no piensa igual, confundiendo la opinión con el insulto. Se comportan como jaurías rabiosas, al más puro estilo medieval, enfermos de sangre y odio que escogen a una víctima y la persiguen sin piedad. Las hay en todos los bandos. Les une la inquina, la radicalidad y la intransigencia.

Estos días he sido testigo de tres ejemplos de linchamientos públicos. Como cuando casi crucifican a un empresario canario que en este periódico explicó que no le parecía bien que le cargasen la responsabilidad de reclamar el pasaporte covid a sus clientes. O el caso de la familia catalana que reclamó que su hijo recibiera un porcentaje de clases en español. O la sarta de despiadadas y feroces andanadas que Verónica Forqué recibió en distintas redes sociales durante su participación en un reciente programa televisivo y que algunos rescataron estos días, para ver si, con suerte, alguno se avergonzaba tras su suicidio.

No, insisto, eso no es democracia, eso no es libertad de expresión. No es más que el vómito de una parte de la sociedad que está enferma, carente de valores. Se amparan en dos pilares, uno, en el anonimato de un formato que les permite camuflar su cobardía y su ignorancia tras el insulto, y dos, en el paraguas de un sistema democrático muy garantista que algún día debería poner límite a tanta violencia. Hay sacudidas digitales que hacen tanto o más daño que una agresión física al uso. Y no, no debe salir gratis.

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