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Las quemas de dos ejemplares del Corán en apenas un mes en Suecia, una de ellas llevada a cabo por un refugiado iraquí, no solo ... han desatado un conflicto diplomático de primera magnitud entre el país nórdico e Irak, sino que, aún peor, han desencadenado episodios graves de violencia (nunca justificables, por cierto) contra los intereses suecos en Bagdad, donde asaltaron e incendiaron su embajada. La clave radica en que esa acción fue autorizada por la policía de Estocolmo amparándose en el derecho constitucional a la libertad de expresión. Por lo que leo, y dada la legislación sueca, el permiso estuvo bien dado.
Ahora bien, la pregunta que cabe hacerse aquí es si el acto de quemar un libro es en sí mismo un ejercicio de libertad de expresión. Cualquiera que defienda la democracia sabe que es uno de esos derechos pilares, un básico irrenunciable, una garantía sacrosanta, pero hasta un derecho así, tan capital, ha de estar regulado y ha de tener ciertos límites.
Libertad de expresión no es insultar ni mancillar ni humillar al otro. No es quemar símbolos, sean libros, tanto los llamados sagrados como aquellos otros que las religiones se atreven a prohibir, sean banderas o sean imágenes. Es muy delgada la línea entre el necesario derecho a la libertad de expresión y el siempre peligroso delito de odio. Y es también muy fácil lesionar el derecho al honor y a la propia imagen de otro por un mal ejercicio de la libertad que uno ha de tener para decir lo que piensa.
Por eso se hace necesario que los legisladores hilen fino, que es lo que ahora piensan hacer en Suecia. Los trazos gruesos, en derechos como este, no son sino campo abonado para su mal uso.
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