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Si hay algo que quedó claro en la última edición de Eurovisión es que vivimos en una Europa diversa. Esa misma Europa que hace un ... voto político, de raíz inconfundiblemente conservadora, a la representante de Israel y la encumbra hasta las primeras posiciones del festival (a muchos seguramente la canción en sí les importó bien poco), es también la que corona al candidato de Suiza, una persona que se autorreconoce como no binaria, una heterodoxia que aún saca de quicio a buena parte de la población y que, sin embargo, se quedó con su música y no con aquello que muchos aún califican de estridencia.
O que encumbra a un francés de ascendencia argelina y criado en un suburbio porque derrochó talento en el escenario, al margen del color mestizo de su piel o de los estigmas que acosan a uno de sus pueblos de origen. O que es capaz de brincar y divertirse con la canción más o menos petarda de España pese a que sabe que es mala y la coloca en el lugar que probablemente merece en el ranking.
Lo bueno de un festival como Eurovisión, con todos sus defectos, y también sus polémicas, es que visibiliza que Europa no es una y libre y que, pese a ello, nos interpela, nos hace sentirnos parte de una comunidad, con todas nuestras diferencias. Por eso, pese a sus miserias, que también las tiene, y a sus contradicciones, sigue teniendo vigencia, casi 60 años después de su primera edición, y sigue teniendo sentido.
Es otra prueba evidente de que Europa ha de apostar por poner el acento en lo que une a sus pueblos y no en lo que los enfrenta. Siempre será mejor liarse a tirar votos, por mucha mala baba que los inspire, que a pegar tiros.
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