Mientras este último sábado hacía que bailaba (lo que yo hago no se puede llamar baile) en el carnaval de día de Agüimes, en plena ... plaza del Rosario, en el centro del pueblo, me preguntaba qué poco hace falta para que la gente disfrute la fiesta si en realidad la vive de modo natural y ha echado raíces.

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Ante un escenario, con perdón, dicho con todo el respeto, de fiestas de barrio grande, sin pretensiones de ningún tipo, y amenizados por una sucesión de buenas bandas de la tierra, miles de personas disfrazadas (el 99%, diría yo) dieron rienda suelta durante horas a su ingenio en los diseños, a sus ganas de divertirse y a su buen humor en un auténtico encuentro intergeneracional. Cabían todos en aquella plaza y sus alrededores, llenos hasta la bandera. Niños, adolescentes, jóvenes, adultos y mayores. Sin estrellas de relumbrón ni influencers ni demás alharacas. Puro carnaval de calle.

En contraste, el de la capital grancanaria, que aspira a disputarse el podio de los mejores del mundo con el de Tenerife, edición tras edición huye a garrotazos de los barrios, expulsado como si fuera un vecino molesto y apestado del que nadie quiere saber, pero del que casi todos presumen. Ya no saben dónde meterlo.

Puede que la clave esté, quién sabe, en que este otro carnaval se ha emborrachado de purpurina, deslumbrado por tantas actuaciones estelares y aletargado entre tanto show con ínfulas televisivas. Dejó la calle, perdió la chispa y se subió, vanidoso, a un escenario al que solo le interesa un público sentado y domesticado por el regidor de turno. Es un carnaval para ver y no para vivir. Hasta la gala drag ha dejado de ser aquel soplo de aire fresco, rebeldía e insolencia que tanto nos distinguía de otros.

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