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Las duras críticas que estos días dedicó el periodista Jiménez Losantos a Mbappé y a Tchouaméni por haberse posicionado en Francia en contra de una ... hipotética victoria del partido de extrema derecha de Marine Le Pen han vuelto a poner de actualidad la polémica montada en su día sobre si los futbolistas debían o no opinar sobre política.
Aquella discusión se vio además alimentada ante la escenificación pública, casi simultánea, de dos formas de entenderlo: la postura del exjugador del Paris Saint Germain, sin pelos en la lengua, y la del portero español Unai Simón, que optó por no mojarse. Al primero le cayeron encima por una cosa y al segundo, por la contraria.
Suscribo todas y cada una de las palabras de Mbappé. No me gustan los extremismos y veo legítimo que este jugador haya querido aprovechar la influencia que pueda tener para invitar a la reflexión a sus posibles seguidores (ojo, tampoco pidió el voto para Mélenchon).
Lo que me gustó menos fue la lluvia de improperios que recibió Simón. Algunos activistas echaron mano de su biografía personal para hacer infundados y apresurados silogismos entre su posible forma de ver el mundo y la dedicación profesional de sus progenitores, vinculados a fuerzas policiales. Hubo quien le puso «del lado del opresor».
No entiendo este afán de los extremistas de uno y otro lado de exigir que uno tenga que posicionarse y de imponerte incluso en qué hipotético bando tienes que ubicarte. En este país no solo está consagrada la libertad de expresión y, por tanto, de opinión, sino, por descontado, la de no darla si uno no quiere. Por esa misma razón me pregunto quién es también Losantos para ir repartiendo credenciales sobre quién debe o no callarse.
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