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El discurso político es mutable. Es sonido e imagen. Es bífido. Siempre sometido a segundas lecturas y, por supuesto, dispuesto a reescribirse, a aportar nuevas versiones que justifiquen los mutantes comportamientos de quienes lo pronuncian. Y es que la poltrona imprime carácter y por la poltrona se adapta el carácter. Por eso siempre, o casi siempre, ganan todos, salvo alguno; y aun así, ese alguno no es responsable de su derrota, los culpables siempre son los otros: los bárbaros, del célebre poema de Kavafis, que al final resultó que no existían. Y, como apuntó en estos días el siempre certero Raúl del Pozo, en esas estamos tras las elecciones, pasando del arte de la riña al de la negociación de las convicciones, que en casi todos los casos solo justifican el acceso al poder.
Pues eso, que ahí andamos, en un tiempo en el que todos, o casi todos, ganaron, que es lo peor que puede pasar, porque así las cosas difícilmente habrá quien sea capaz de gestionar la diversidad en la que nos encontramos, porque así es, y no otra, la sociedad en que vivimos, cada día más heterogénea y que exige cruzar discursos y forzar encuentros, revertir, en suma, la negación de la política, en la que estamos instalados, pues no otra cosa son las líneas rojas de unos y de otros, por más que los resultados electorales, por segunda vez en apenas un mes, hayan reiterado que hay que forzar entendimientos, desembrutecer maneras y apostar por la estabilidad, lejos del histrionismo, las propuestas tramposas y las pretensiones cortoplacistas.
Trátase de imponer la razón, atender a los problemas cotidianos y silenciar el ruido de los escandalosos que con su barullo son incapaces de oír el dictamen de las urnas. Trátase de aprender, que ya va siendo hora, de que hay que enterrar los personalismos y el sectarismo. Hacer una pizquita de autocrítica, al menos, porque la realidad dice que, si sumamos las elecciones generales y la autonómicas y locales, todos debieran tentarse las ropas, salvo que quieran seguir dejándose llevar por la ansiedad de hacerse con el poder como quiera que sea.
Recuerden los versos finales del poema Esperando a los bárbaros de Kavafis: «Algunos han venido de las fronteras/ y contado que los bárbaros no existen./ ¿Y qué va a ser ahora de nosotros sin bárbaros?/ Esta gente, al fin y al cabo, era una solución».
Háganselo mirar si piensan, en este tiempo negociador, seguir instalados en el victimismo, imputando todos los males e ineptidudes al adversario, porque, dicho está, los bárbaros no existen y no vaya a pasar, como dice El Roto, que el día que acuerden tender un puente el río ya esté seco.
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