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Recientes sentencias judiciales en Canarias y en Madrid no han hecho más que poner de relieve algo que siempre se ha sabido: el nivel de parte de nuestra judicatura es manifiestamente mejorable. Por nuestra tendencia al autobombo, similar aquí que allá, hemos defendido como excelencia lo que no es más que argumentación cutre revestida de retórica medieval. Nuestra administración de justicia, y también el Tribunal Constitucional, está plagada de personas que, ni con un delirio de imaginación, encajan en el mandato constitucional de que dichos sillones sean ocupados por «personas de reconocido prestigio» en su actividad. El de muchos de ellos se limita al que tienen en la sede de los partidos que lo eligen.
El problema se ha mostrado con su mayor virulencia tan solo cuando ha afectado al statu quo de los gobiernos central y canario. Cuando las indescifrables sentencias judiciales afectaban (y afectan) a las mujeres, la indignación se reduce a las hordas feministas. Ya no es que muchos jueces y fiscales no tuvieran perspectiva de género, sino que parecían no tener perspectiva a secas.
Tampoco se formó tanto revuelo con el parvulario judicial del independentismo catalán, cuando una algarabía, más folclórica que otra cosa, acabó siendo condenada por sedición.
La solución no es nada sencilla, pues no se limita a la cuestión de cómo despolitizar la alta judicatura. Si ese fuera el caso, la cosa sería muy sencilla. O al menos sería más sencilla que encasquetar el necesario cascabel: conseguir que muchos de nuestros más altos magistrados y magistradas lean algún libro al año. El que sea, salvo de porno, pero que lean.
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