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Miércoles, 26 de junio 2013, 01:00
Grave será que en nombre de la crisis se relajen los controles a los gobiernos. La situación lo justifica todo, y sin apenas darnos cuenta entramos a demoler, sin más, las barreras institucionales de control con el simple argumento de que es caro, cuando el problema es otro, es de legitimidad y operatividad. Los gobiernos necesitan controles democráticos con la suficiente fuerza y legitimación para obligarlos a reconducir actuaciones que atenten contra la legalidad o contra los derechos de los ciudadanos antes de recurrir a los tribunales de justicia e incluso después de agotar esta vía. En España, el desarrollo democrático ha llevado a anular el poder de estas instituciones de mediación y a ponerlas bajo la tutela directa de los partidos políticos. Así, los miembros de todos los órganos de control del Congreso y de los parlamentos autonómicos están bajo la tutela política. Son los políticos los que nombran a sus representantes y éstos, veladamente, responden a sus intereses. El mal ha alcanzado al corazón mismo de la justicia, cuyos órganos de representación también son nombrados por cuotas de los partidos políticos sin el mayor sonrojo. Desde esta perspectiva no es difícil entender que el poder político quiera ahora cerrar algunos de esos órganos de control, como el Diputado del Común o la Audiencia de Cuentas en el caso de Canarias, con una corriente de opinión muy afín que colabora en el desprestigio de estas instituciones. Lo que habría que esperar del Gobierno es que tomara el camino de más democracia más regeneración, y emprendiera una reforma de estos órganos para dotarlos de mayor independencia del poder político y herramientas legales para que ejercieran de forma eficiente su labor al margen de los partidos y en beneficio de los ciudadanos. Pero aquí, el Gobierno ha escogido el camino más corto: suprimirlos del todo y eliminar una barrera más de control democrático. El problema del Diputado del Común o de la Audiencia de Cuentas no es económico, no son precisamente las instituciones que arruinan las arcas públicas, sino de legitimidad y eficacia. Nacen viciados por el poder político y no han sido dotados de herramientas que permitan ejercer su labor de mediación y control para resolver los problemas que les plantean los ciudadanos.
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