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Diego Carcedo
Lunes, 14 de febrero 2011, 00:00
Entre las muchas anécdotas que se cuentan del genial Agustín de Foxá, autor de Madrid de Corte a Checa, una recuerda un viaje en uno de aquellos penosos trenes de los años cuarenta por la meseta castellana, bajo un sol de justicia y un monótono traqueteo de horas y horas salpicado de paradas en apeaderos polvorientos con el principal objetivo de rellenar el botijo de agua calentorra. Compartían el departamento, entre pestazo a sudor y humo de tabaco nauseabundo, seis hombres de diferentes edades, aspectos y condición social, que hasta bien avanzado el recorrido apenas se habían lanzado miradas furtivas de reojo sin osar dirigirse la palabra. Hasta que inesperadamente el escritor cerró con brusquedad el periódico tras el que se escudaba, levantó la vista hacia sus compañeros y acampanando la voz, exclamó: «¡Señores, si hemos de acabar hablando de mujeres, empecemos cuando antes!». Ignoro cómo fue acogida la sugerencia de Foxá, suponiendo que no se trate de una anécdota apócrifa de tantas como se le atribuyen, pero lo más probable es que haya sido bien acogida y que la conversación a partir de ese momento empezase a discurrir en torno al tema más habitual entonces, y ahora menos porque la política y el fútbol distraen mucho, de charla entre hombres. Había por aquellos tiempos de hambre y miedo posbélico la teoría que describía la represión sexual de los hombres españoles como una impronta de su aspecto físico, bajito, moreno, con bigote y cara de mala leche porque hacía poco el amor. Porque no jode, decían los más procaces, y sin embargo verbalmente precisos. Tal parecía que eran los hombres, menos estrictos con el Sexto Mandamiento, quienes en las relaciones tenían que vérselas con las resistencias femeninas ancestrales, prejuicios religiosos y tabúes domésticos con frecuencia proclives a dificultar y limitar el sexo en un sistema de contraprestación desequilibrado y frustrante para la parte masculina, que tenía que compensar su déficit desahogándose desde los andamios o en conversaciones de taberna. Pero los tiempos han cambiado, y actualmente si es cierto lo que me cuentan --, las mujeres en sus encuentros y reuniones de género hablan y chismorrean más sobre los hombres y su aspecto físico, empezando por el paquete, que los hombres lo hacen de las mujeres, con especial referencia a sus delanteras, piernas, morritos y, últimamente, a esa parte tan estéticamente mejorada por la moda, que es el pompis; perdón, ¡qué cursilada!, quiero decir el culo. Y no son solamente las conversaciones en voz baja, las sonrisas pícaras y las miradas lascivas que ellas también, en justo derecho de igualdad, prodigan cuando tienen cerca un cachas digno de admiración. Estos días pasados los periódicos divulgaron el resultado de una encuesta realizada en cinco países europeos Alemania, Austria, España, Suecia y Portugal sobre comportamientos sexuales y la verdad es que los españoles y españolas no salimos mal parados en tan dura competición. Somos los segundos en frecuencia de relaciones, y sin embargo la mayor parte de las mujeres, no tanto los hombres, no están plenamente satisfechas. El 68 por ciento asegura que tiene relaciones una vez a la semana, lo cual sobre el papel no está mal, pero luego resulta que el 80 por ciento, que es una mayoría muy elocuente, estima que eso es poco. Ya no se habla sólo de la calidad, sino de la frecuencia. Y, ¿por qué no se aumenta el ritmo?, cabe preguntarse. Pues la respuesta no es explícita a tenor de lo que la encuesta realizada con 500 españolas refleja, pero del global se deduce que, simple y llanamente, la razón está en que esos hombres con cara de mal humor porque andan a menudo a dos velas, en la práctica resulta que no están por esfuerzos añadidos ni siquiera en la cama. Quien entienda el misterio, que lo explique, desde luego. ¿Será se me ocurre preguntar también y, si me apuran, preguntarme que a los rijosos españoles la fuerza del canut, como la describen los catalanes, a la hora de la verdad se nos escapa por la boca?
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