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La primera vez que comí un steak tartar, o filete tártaro, no la olvidaré nunca. Es uno de esos platos que dejan huella al enfrentarse a él sin conocerlo previamente, un poderoso recuerdo que empieza solicitando el punto deseado de picante, continúa asistiendo a la elaboración en mesa por parte del maître, y finaliza devorando ese plato de carne cruda, tan sencillo como excitante, una de esas experiencias gastronómicas de altura para un niño que disfrutó de él y, quién sabe, fue el principal 'culpable' del interés eterno por todo lo que rodea a la gastronomía.
Aquel primer steak tartar fue en el restaurante Los Limoneros, uno de los más emblemáticos de Tenerife, con fama, por entonces, de tener el mejor de la isla. De esto hace ya muchos años, pero ahí continúa, tanto Los Limoneros como su célebre plato, que parece ajeno al paso del tiempo, de postureos y de tendencias de dudoso placer. Desde ese 'desvirgamiento' cárnico, la pasión que siento por este plato no ha parado de crecer a medida que uno ha ido afinando el paladar y teniendo la capacidad de comparar unos con otros, con muchas sorpresas agradables y otras muy desagradables. No se puede banalizar, ni poner en la carta sólo porque está moda.
En Canarias, su predominio en las cartas de los grandes restaurantes se ha consolidado, lo cual demuestra la fortaleza de este plato, que no sólo no pasa de moda, sino que desde hace unos años vive su enésima etapa dorada. Su origen no está del todo claro, y alrededor de este dato han ido surgiendo numerosas teorías, algunas más documentadas que otras. Se dice que fueron los jinetes tártaros los primeros que maceraron la carne con un método extremo. Tras cortar la carnes en gruesos filetes y tras sazonarlos, los colocaban debajo de la silla de montar para que maceraran a lo largo de sus travesías por la estepla en contacto con la piel sudada del caballo.
Popularizado en Francia gracias a la novela 'Miguel Strogoff', de Jules Verne, la receta ya aparece en 'Los viajes de Marco Polo' escrito a finales de siglo XIII, donde narra sus andanzas desde Italia hasta Asia. En Francia, por cierto, el plato es venerado, a pesar de que penetró en Europa por las fronteras de Alemania, que a su vez llegó desde los países colindantes con Rusia. Precisamente en Francia comí algunos de los mejores que he probado jamás, en las ciudades de Lyon y en París; o el del Horcher, en Madrid, una sala donde cualquiera tiene que ir al menos una vez en la vida, y si es a probar el monumental steak tartar, pues mejor.
En cada país, y casi en cada restaurante, la ejecución de este plato cambia sustancialmente, pues aquí cada chef tiene su estilo, sus detalles y en algunas ocasiones sus incomprensibles ocurrencias. El steak tartar es producto, aquí debemos dejar a un lado la creatividad, y esto es algo que en muchas ocasiones pasa a un segundo plano, porque el autor se quiere poner por encima de la receta, y luego pasa lo que pasa. Hay algunos elementos fundamentales: evitar picar la carne a máquina y siempre cortar a cuchillo la pieza elegida, que debe ser de la mejor calidad posible.
En Horcher, por seguir con el ejemplo, utilizan solomillo de vaca vieja, cortado a cuchillo en trozos pequeños, pero evitando que se convierta en pasta. Los ingredientes, los necesarios para potenciar el plato, y los justos para que la carne no pierda protagonismo: mostaza de Dijon; Tabasco; salsa Perrins; una yema de huevo; aceite de oliva virgen; pepinillos; cebolla; sal y pimienta.
Son los elementos básicos de todo buen steak tartar, y a partir de ahí, allá cada uno y sus gustos. La guarnición también varía mucho de un local a otro: desde papitas fritas, como el de Deliciosa Marta, hasta las papas soufflé, siendo este el más habitual. También con diferentes tipos de panes, pasando por guarnición verde o servido directamente sobre el tuétano. Los hay que utilizan wagyu, otros chuleta, que potencia mucho el sabor de la carne, o cualquier carne de máxima calidad que haga de él un plato aún más ganador. Eso sí, sospeche del que no se prepara ante usted, pues pierde mucha parte de su gracia. Y esa es, y siempre será, su mejor carta de presentación.
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