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Madar y Wainright le arrebatan el balón a Albicy en una entrada a canasta. EFE
Dependencia del exterior: un calvario en Samokov

Final de la Eurocup

Dependencia del exterior: un calvario en Samokov

El Dreamland Gran Canaria se queda cojo por la falta de acierto en el perímetro y extraña los puntos de sus anotadores de referencia en el primer envite de la final europea

Martes, 8 de abril 2025, 22:43

Lo de Samokov fue como una mala metáfora de la soberanía de Canarias como archipiélago fragmentado y la canción triste, y mil veces interpretada, de la dependencia del exterior. Claramente inferior en músculo y envergadura, el Dreamland Gran Canaria tenía en el acierto desde el perímetro uno de los puntos calientes del plan del partido. Y como pasó, por ejemplo, en la Copa del Rey ante el Real Madrid, el salvoconducto con el sello de los tres puntos no funcionó como debía para sobrevivir.

La estadística es cruel con un Gran Canaria en el que no aparecieron sus tiradores. Enmudecidos ante el cruel repertorio de la mancha roja de las 2.000 camisetas que poblaron el pequeño pabellón del Samokov, una copia algo mayor de recintos como el Obispo Frías –ahora Félix Santana– o el García San Román.

La tarde búlgara no permitió escribir una epopeya épica porque los especialistas no estuvieron a la altura. Las muñecas encogidas para componer una melodía repleta de los extravagantes sonidos del hierro de los aros y el cristal de los tableros. El resumen del partido lo dice todo: cuatro canastas en 21 lanzamientos exteriores, un escalofriante 19% de acierto. Un dato con el que era imposible superar a un rival tan crudo y agresivo como este Hapoel Tel Aviv de Itudis, estratega de Euroliga, gen de ganador.

Caer por menos de diez en el primer punto de la final también es una muestra de lo que podría haber sucedido si el Gran Canaria no hubiera dejado para la hoja de estadísticas el grosero dato del desacierto en el perímetro. No fue la única clave; ahí quedan los dos tiros libres errados por Salvó en pleno arreón israelí que podían haber contenido la desventaja en seis puntos. O esa bandeja inexplicablemente fallada por Ngouama tras un robo de equilibrista del siempre sacrificado Pelos.

Pero a este Granca para el que el cuerpo no le da para frenar a Motley –10 puntos consecutivos a la vuelta de vestuarios– le tenía que dar con el talento de sus especialistas en larga distancia para sostenerse en un partido en el que, por otro lado, se demostró que la fiera no era tan temible como se vendía y que en esta final quedan muchas cosas por contar.

Homesley, máximo anotador de amarillo, falló sus dos tiros exteriores y nunca se sintió cómodo buscando sus lanzamientos. Albicy convirtió uno y sus otros cinco tiros fueron melones. Brussino convirtió dos, pero solo fue capaz de mirar al aro desde fuera tres veces. Pocas para lo que exige su rol en el equipo. Ni siquiera Shurna logró encestar una de esas mandarinas sanadoras que acostumbra y firmó un doloroso cero de tres.

Conexión interrumpida

La tradición oral de los seguidores del Gran Canaria tiene un capítulo preferido en la pájara del tercer cuarto. Como una maldición que cada partido perdido aparece para documentar las causas del fracaso. En esta ocasión fue real. La excelente primera parte firmada por los de Jaka Lakovic no encontró espejo en la reanudación tras el intermedio. En 'Comunication Breakdown' de Led Zeppelin, Robert Plant se desgañitaba gritando «me llevarás a la ruina», antes de disparar ese estribillo que repite constantemente «fallo en la comunicación». Una canción ideal para definir la segunda mitad de los insulares.

Durante muchos minutos de ese tercer parcial el Gran Canaria parecía un astronauta incomunicado sin conexión con el control central en la tierra. Las coordenadas que su entrenador dibujaba en la pizarra no eran asimiladas por su rotación en la pista. Nadie entendió cómo detener a Motley, colaborar en las ayudas defensivas, o ejecutar con precisión las acciones ofensivas para frenar la catarata de aciertos del rival.

Ahí se derritió el conducto de las órdenes y nadie pareció entender de qué iba lo que pasaba en la pista hasta que el tanteador reflejaba una distancia demasiado olímpica para hacerla menor. En ese momento se fue el partido, único parcial claro para uno de los dos equipos: 21-14 para los de Israel.

Con todo eso, de vez en cuando en el radar aparecía una señal. Una tibia esperanza de recuperar al hombre fuera de la órbita, pero el destello dejaba de aparecer en una pantalla que oscurecía en una serie de errores que definían ya a un equipo presa de la ansiedad.

No apto para tibios

El partido de Bulgaria fue exigente en lo ambiental. Como se esperaba, el dinero israelí no solo se notó en la pista. Lo hizo en la grada. La atmósfera beligerante fue palpable en el pabellón, no solo en el fondo de la grada de animación. Nadie se sienta, nadie deja de cantar un solo segundo; en Europa el baloncesto es cosa seria y los partidos no se viven con el aire de campus de verano para familias que se suele sentir en el Gran Canaria Arena. Cada grito cuenta y suma tanto como los puntos de sus jugadores en su pista.

Y a pesar de todo eso la sensación que queda de la primera cita de la final es que es posible recuperar el título de 2023. Llenar el Arena y demostrar que se quiere baloncesto del máximo nivel. Convertir el ruido del pabellón en lo que en las viejas crónicas deportivas se definía como calderas. Sumar también desde las gradas.

Para eso hace falta que los referentes recuperen el pulso. Es verdad que el Gran Canaria lleva una semana fuera de casa. Tras Estambul tocó Bilbao y de ahí rumbo a Sofía. Son muchos los kilómetros que los de Jaka Lakovic acumulan en sus piernas y en las ruedas de sus maletas. Pero una plantilla en la que se juntan hasta siete campeones de esta competición –cinco de ellos con el escudo de la isla impreso en el pecho– no hay excusas para demostrar desde el viernes que todos los conflictos que se han dado en una temporada histórica han sido necesarios para recuperar el orgullo.

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