Los escritores no mueren. No, al menos, los buenos, que no son necesariamente los más premiados o reconocidos (aunque no sea el caso de quien ... ahora nos ocupa -Nobel, 2010; Cervantes, 1994; Asturias, 1986, etc.), sino los que han trazado un surco por donde es inevitable transitar si se desea acceder al conocimiento y a los placeres de una literatura que, como tal, surge como necesidad para perpetuar la identidad de una comunidad lingüística que, a la vez, también lo es en lo cultural.
Mario Vargas Llosa trazó un surco profundo, inmensamente profundo, desde que en 1963, con la inestimable ayuda de Carlos Barral, publicara 'La ciudad y los perros', donde denunció a los Jaguar, los Cava, los Alberto… que no dudan en acosar a los Arana 'el Esclavo', ya sea en una escuela militar peruana, donde transcurre la novela, ya en la realidad, en la vida misma donde nos desenvolvemos. Tan honda ha sido la hendidura tras más de seis décadas de penetración que es normal -irremediable, diría yo- que los que deambulamos por ese ámbito tan amplio y complejo como el hispanismo sintamos que hoy, 14 de abril, singular día en el que celebramos la proclamación de la Segunda República Española (¿guiño juguetón del azar?), se nos ha ido físicamente uno de los indispensables, que jamás volveremos a tener la oportunidad de disponer de algo novedoso suyo y, con la obra asida, poder renovarle, cara a cara, ese sincero «muchas gracias» que gustamos de dar los lectores a quienes, con su prosa o sus versos, han contribuido a que nuestro particular surco sea más hermoso.
Se ha ido, sí; pero en el fondo, reconozcámoslo, no se ha ido. Es más: no puede haberse ido. Ese incansable tesón escritor que le caracterizó nos impide aceptar que nada más nos ha dejado, que sus gavetas de creaciones ahora están vacías. En él, imposible. Algo habrá, muchos 'algo', pues el fecundo autor siempre fue el ejemplo claro de cómo un amor tan voraz hacia la escritura -horarios extensos, metódicos, inquebrantables- podía llegar a convertirse en una obsesión (una felicísima obsesión para cientos de miles de lectores); una obsesión que, unida a su idiosincrasia (y su ego, todo sea dicho), le condujeron en un buen número de ocasiones a trascender los límites de la literatura impresa para adentrarse en los de una cotidianeidad que alegró a miles de seguidores y, a veces, sirvió de alimento para el escarnio de los no pocos detractores que tuvo, muchos de los cuales (lógico es que así fuera) no entraron a cuestionar su valía como narrador ni la fortaleza moral de las denuncias que dirigía hacia los que atentaban contra los derechos humanos, sino sus desempeños como actor en asuntos que, de algún modo, lo distanciaban de lo que se consideraba que debía ser su único cometido: ayudar al trazado de nuestros surcos.
¿Qué fueron sus incursiones, vaivenes y pronunciamientos políticos, en el fondo, si no los visualizamos o aceptamos como una manera de proyectar al exterior la imagen de un personaje que perfectamente podía formar parte de las páginas de cualquiera de sus novelas? ¿Qué de sus travesuras recogidas en papel cuché? ¿Despistaron estas ocupaciones o desmerecieron el buen hacer de quien llegó a componer con precisión cuán dramática es una dictadura, sea de la naturaleza que sea, como lo hizo en 'La fiesta del Chivo' (2000) a propósito de ese monstruo llamado Rafael Leónidas Trujillo: «Dentro de diez minutos, de uno, el Chevrolet en el que el viejo zorro iba cada semana a la Casa de Caoba en San Cristóbal aparecería y, de acuerdo al plan cuidadosamente esbozado, el asesino de Galíndez, de Murphy, de Tavito, de las Mirabal, de miles de dominicanos, caería acribillado por las balas de otra de sus víctimas, Antonio de la Maza, a quien Trujillo había matado también, de manera más demorada y perversa que a los que liquidó a tiros, golpes o echándolos a los tiburones. A él lo mató por partes, quitándole la decencia, el honor, el respeto por sí mismo, la alegría de vivir, las esperanzas, los deseos, dejándolo convertido en un pellejo y unos huesos atormentados por esa mala conciencia que lo destruía a poquitos desde hacía tantos años»?
Se ha ido el aliento de su cuerpo en Semana Santa, tres días antes de que en 2014, en similar periodo, un 17 de abril, lo hiciera esa suerte de envés de la moneda 'boom latinoamericano' que responde al nombre de Gabriel García Márquez, a quien estudió el peruano en su tesis doctoral, presentada en la Complutense en 1971 y que vio la luz ese año bajo el título: 'Historia de un deicidio'. En este magnífico trabajo académico, devenido en fundamental ensayo sobre la literatura, hablando de Gabo, lo hizo de sí mismo y de cuantos se adentran en las voraginosas aguas de la ficción narrativa:
«Escribir novelas es un acto de rebelión contra la realidad, contra Dios, contra la creación de Dios que es la realidad. Es una tentativa de corrección, cambio o abolición de la realidad real, de su sustitución por la realidad ficticia que el novelista crea. Éste es un disidente: crea vida ilusoria, crea mundos verbales porque no acepta la vida y el mundo tal como son (o como cree que son). La raíz de su vocación es un sentimiento de insatisfacción contra la vida; cada novela es un deicidio secreto, un asesinato simbólico de la realidad».
Si cada novela representa una manera de 'matar' a Dios, justo y razonable ha de parecer a los creyentes que sea en estos 'santos' días cuando la víctima haya querido pronunciarse, como ya lo hiciera con el colombiano; y justo y razonable ha de parecer a los literatos de bien que en estas 'beatíficas' fechas nos acerquemos hasta La Catedral, la que nos apetezca -mejor si es de pobres y con un cuartito que se alquile por horas- para conversar, aunque sea de un modo pagano, sobre en qué momento se jodió el Perú y cómo fue posible que se diera ese prodigio que, alrededor de la dictadura peruana de Manuel Odría, mereció la consideración de su autor de obra que salvaría del fuego.
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