
Crítica de Teatro/ 'El castillo de Lindabridis'
Un Calderón para dejarse llevarCrítica de Teatro/ 'El castillo de Lindabridis'
Un Calderón para dejarse llevarDespués de ver 'El castillo de Lindabridis' en el Teatro Cuyás hay cuestiones que tienen una respuesta difícil. Aunque una de las preguntas que se planteen sea tan simple y básica como: ¿en qué consiste esta ficción escrita por Calderón de la Barca? Explicar el argumento, visto lo visto sobre el escenario, es realmente complicado, más allá de que se trata de una historia con mucha fantasía, ingenio y humor, con una princesa, llamada Lindabridis, que busca el amor y un caballero con el que casarse para heredar el trono de un lugar imaginario que, creo haber entendido, se llamaba Tartaria.
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Que se saliera del teatro sin tener claro el argumento no implica que esta propuesta conjunta de Nao d'amores y la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) fuera fallida. Aunque, evidentemente, no era perfecta. 'El castillo de Lindabridis', visto lo visto, es un montaje para dejarse llevar, para disfrutar del verso barroco español adaptado al siglo XXI y de las virtudes de unos actores y músicos que no paran ni un segundo, que bailan, cantan, recitan y hablan de corrido, dentro de una escenografía sencilla pero eficaz.
En los montajes en verso clásico, a medida que avanza la acción lo natural es que el oído de los espectadores se vaya adaptando. Así sucedía con 'El castillo de Lindabridis', aunque en esta ocasión, quizás, sucedió demasiado tarde. Los primeros compases eran vitales para entender la trama, pero fueron los más crípticos, ya que los dos caballeros protagonistas que cimentaron el arranque proyectaban la voz en demasía de espaldas a la platea, lo que, unido a la música en directo, hizo prácticamente ininteligible lo que salía de sus bocas. Desde ese momento, quedó claro que había que aparcar el raciocinio y dejarse llevar por el derroche estético, ingenioso y musical que poblaban las escenas. Algunas muy notables, como esos jinetes que cabalgaban sobre caballos invisibles... Y la apuesta cuajó. Se percibía, al menos en la función del sábado, que el público conectaba con lo que veía. Que se lo pasaban pipa ante el derroche de virtuosismo escénico y musical, que reía cuando tocaba y que atendía expectante ante los recitados más profundos, que los había.
Del Cuyás se salió con una sonrisa. Satisfecho ante la hora y media de diversión y evasión propuesta. Aunque pocos sabrían decir, a ciencia cierta, qué contaba la obra.
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