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Sami Naïr
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Sami Naïr
El filósofo, sociólogo y politólogo Sami Naïr (Tremecén, Argelia, 1946) indaga en el papel desdibujado de la UE en la construcción de un espacio social y su irrefrenable decadencia en el escenario geopolítico. En su último libro, 'Europa encadenada. El neoliberalismo contra la Unión' (Galaxia Gutenberg), Naïr analiza el declive de EE UU como potencia mundial, al tiempo que investiga la crisis de la Europa comunitaria, lastrada por la burocracia, la expansión de las privatizaciones y el déficit democrático de la Comisión.
El pensador apuesta por un incremento del gasto en defensa de los países de la Unión, sin menoscabo de las inversiones que sirven para hacer frente al cambio climático, el desarrollo tecnológico y la solidaridad con Ucrania. Naïr comparte la mayor parte del diagnóstico de Mario Draghi en su informe sobre las instituciones europeas, pero difiere en las soluciones. «Sin una identidad política común, Europa seguirá siendo lo que es hoy: una maquinaria que apenas disimula las duras y, a menudo, implacables relaciones de poder y de dominación entre las naciones que la constituyen, pero también su debilidad de conjunto frente al mundo exterior».
–¿Será capaz Europa de dar una respuesta al desafío que plantea Trump?
–En el ámbito comercial, se busca evitar una ruptura, Trump lo sabe perfectamente. Estamos ante el inicio de una negociación, propia de un hombre de negocios que primero establece una relación de fuerza y luego negocia desde esa posición. Los europeos se encuentran a la defensiva. Deben responder la ofensiva, pero desconocen hasta dónde llegará el envite. Además, no hay consenso entre ellos. Aunque coinciden en la necesidad de defender los intereses comerciales, estos varían según el país. Para Alemania, por ejemplo, cualquier decisión sobre el acero, el aluminio o sectores similares podría afectar directamente a sus exportaciones, especialmente las de automóviles. La gran incógnita es si Europa logrará una respuesta unificada o si, como pretende Trump, se generarán divisiones interna. En este contexto, el papel de la Comisión Europea es determinante. Sin embargo, no se trata de una Comisión abiertamente anti-Trump. Personalmente, no albergo muchas expectativas sobre la capacidad de Ursula von der Leyen para oponerse frontalmente al presidente estadounidense. Su postura proatlantista y proamericana la inclina más bien a evitar decisiones contundentes. Ella apuesta por ganar tiempo y esperar a que Trump abandone la escena política dentro de cuatro años.
–Para solucionar la crisis de 2008 se apostó por una sobredosis de austeridad. ¿Fue un error?
–La decisión de imponer una política de austeridad en Europa, liderada principalmente por Alemania y Francia, respondió a la necesidad de mantener un euro fuerte frente al dólar y resolver la crisis bancaria. Aunque Francia vaciló inicialmente, esperando el apoyo de Barack Obama, este propuso flexibilizar los criterios del Tratado de Lisboa e invertir para evitar la austeridad. Sin embargo, Alemania, con el respaldo del Bundesbank y el entonces presidente del Banco Central Europeo, Jean-Claude Trichet, rechazó esa opción. El resultado fue una austeridad prolongada que, entre 2010 y 2015, dejó más de 22 millones de desempleados en Europa, especialmente en países del sur como España, Grecia, Italia, Portugal e Irlanda, incapaces de soportar las restricciones. La llegada de Mario Draghi al BCE marcó un giro: al vulnerar el Tratado de Lisboa con medidas que permitieron a estos países financiar sus déficits y mantener el euro. Sin esta política, muchos habrían abandonado la moneda común.
–¿Qué piensa del informe Draghi para evitar el declive económico de Europa?
–Mario Draghi es un intelectual orgánico del capitalismo internacional y un liberal consecuente, pero sus propuestas actuales son problemáticas. El informe de Draghi, solicitado por la Comisión Europea, advierte de un colapso inminente. Coincido con su diagnóstico sobre los problemas de Europa, que se resumen en desindustrialización, precariedad y falta de inversión. No obstante, discrepo de sus soluciones. Draghi atribuye la crisis a la falta de poder de la Comisión Europea frente a los estados, mientras que yo creo que el problema radica en la ausencia de una relación democrática entre ambas partes, lo que impide construir una Europa política y ciudadana.
–¿Y el populismo es una especie de hijo bastardo del neoliberalismo? –Es lo que sostengo en mi libro: es la consecuencia directa del neoliberalismo. Pero hay que tener esperanza; Europa afronta una crisis que exige claridad en las decisiones. Históricamente, ha superado los desafíos, y ahora debe iniciar un nuevo ciclo, no solo económico, sino político. Es momento de construir una Europa con una verdadera estructura política, al menos para los países de la zona euro, y avanzar hacia una confederación que refuerce su integración.
–¿Y cree que la izquierda tiene soluciones?
–El gran problema de la izquierda es la falta de una alternativa al neoliberalismo que viene impuesto con el Tratado de Maastricht. A la defensiva y sin un paradigma propio, no puede competir con un modelo que domina los medios de poder. Además, no se ha analizado a fondo el proceso de construcción europea, de modo que la crítica al modelo neoliberal sigue pendiente. La izquierda debe replantear su enfoque y construir una propuesta nueva ante el fracaso del proyecto europeo.
–¿Qué piensa de la apuesta europea por incrementar el gasto en defensa? ¿Cómo encaja todo esto con la pertenencia a una OTAN cuyo líder principal, EE UU, está representado por Donald Trump?
–Estados Unidos lleva años exigiendo que Europa aumente su inversión en defensa, con el argumento de que no puede seguir financiando la seguridad europea dentro de la OTAN mientras países como Alemania compiten económicamente sin asumir ese coste. La demanda no es nueva; desde Clinton hasta Biden, todos los presidentes han insistido en lo mismo. Alemania, con un gasto en defensa inferior al 1% de su PIB, ha sido presionada para incrementarlo. Francia, en cambio, como potencia nuclear, ya destina entre el 2% y el 3%, con el objetivo de alcanzar el 5%. Sin embargo, este aumento no responde a una estrategia europea común, sino a intereses nacionales, ya que no existe consenso sobre una política de defensa compartida. Mientras Francia y España mantienen posturas similares, Italia es más ambigua y otros países, como Grecia o Portugal, tienen un papel secundario.
–Y en este contexto, ¿cuál es la posición de los países del Este?–Los países del Este y Alemania comparten, en gran medida, la visión de defensa norteamericana, ya que su armamento proviene de EE UU. Polonia, además, compra cada vez más armas a Corea del Sur. Alemania, aunque había firmado un acuerdo con Francia para desarrollar un avión de guerra conjunto, cedió a la presión estadounidense y optó por aviones norteamericanos. Esto evidencia la dependencia militar europea de EE UU y plantea un dilema: ¿debe Europa seguir subordinada o construir una defensa propia? Francia, con una industria armamentística autónoma, apuesta por una Europa soberana, mientras que otros países siguen anclados en la dependencia.
–Alemania está cansada algo de la guerra entre Ucrania y Rusia. ¿Dejará Europa a Kiev en la estacada?
–Siempre he sostenido que el conflicto se resolverá cuando EE UU y Rusia lleguen a un acuerdo. Si es así, Europa solo asumirá los costes de la reconstrucción. Aunque Europa debe apoyar a Ucrania, debe hacerlo según sus intereses, no siguiendo a Washington ni Moscú. Ucrania ha sido agredida y merece respaldo, pero como dijo Zelenski, sin EE UU no puede resistir. Para contar realmente, Europa habría necesitado intervenir, pero eso hubiera implicado una guerra directa con Rusia, lo cual habría generado consecuencias imprevisibles.
–La UE tampoco ha contado mucho en Oriente Medio.
–Europa ha tenido un papel marginal en el conflicto de Oriente Medio. Como comisario, Josep Borrell, pese a su valentía y claridad, fue una voz en el desierto, dado que sus opiniones no contaban con respaldo militar. Su tarea ha permitido proyectar una imagen inusual de la UE, como un actor con principios, pero sin capacidad de acción. Porque la política exterior depende del poder militar, y sin ejército, Europa carece de influencia y queda en una posición similar a Suiza con su política de neutralidad.
–Pero hay otras prioridades aparte de la defensa...–Las prioridades sociales son claras: transición ecológica, desarrollo económico y lucha contra la desigualdad. Es crucial fortalecer a las clases medias, integrar mejor a las capas populares y gestionar la migración según los intereses europeos, sin ceder al alarmismo de la derecha. Sin embargo, en las relaciones entre Estados prevalece la fuerza. Como decía Hobbes, es una guerra de todos contra todos, donde no hay amistad ni valores comunes.
–Trump está gobernando por decreto, sin consultar a las cámaras legislativas. ¿Esto se puede contagiar a Europa?
–El modelo autoritario que se observa en algunos países no es contagioso. En Hungría, por ejemplo, Orban lo intenta sin éxito, y en Europa resulta inviable ante la falta de un poder político común y la crisis de gobernabilidad que afecta a Francia, Alemania e Italia. Lo que sí se extiende es la ideología de Trump, impulsada por la extrema derecha y sectores autoritarios de la derecha, que amenazan con socavar pilares fundamentales de la democracia.
–¿El Estado del bienestar se puede mantener? ¿Es como esas estrellas que ya se han apagado pero cuya luz nos sigue llegando?–Es una estrella apagada pero que sigue luciendo. Hay que luchar para construir un estado social europeo.
–¿Cuáles son sus propuestas en materia económica? La eventual creación de empresas públicas parece un anatema.
–Bruselas rechaza la intervención estatal en la competencia económica, alineándose con el principio del Tratado de Lisboa: una competencia libre y no falseada. Esto implica que los estados no deben intervenir en la dinámica del capital, a diferencia del liberalismo clásico, que admite cierta regulación estatal cuando las contradicciones del mercado afectan negativamente a la sociedad. El neoliberalismo, en cambio, considera que cualquier intervención distorsiona la competencia. La Comisión Europea asume esta postura, y limita el papel de los estados a la seguridad, la política exterior y el sistema penal, pero excluyéndolos del ámbito económico. Un ejemplo de esta filosofía es la negativa de Bruselas a la fusión entre Siemens y Alstom, que habría creado un gigante europeo en la fabricación de trenes. La Comisión bloqueó la operación en nombre de la competencia libre, impidiendo la formación de un líder industrial conjunto.
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