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Yolanda Arencibia
Pregonera del PIno
Sábado, 22 de marzo 2025, 23:26
Me ha correspondido el alto honor de ejercer de pregonera de las Fiestas del Pino 2008.
Pregonera, digo. La rotundidad fonética de esa palabra -pregonera- ha de despertar en nosotros tesoros de evocación que nos retrotraen a tiempos ya lejanos. Aún resuenan en los oídos de nuestra cultura -aunque muy atrás han quedado en la Historia- los redobles de tambor que atronaban las calles y las plazas de villas, burgos o lugarejos para conjurar a las gentes alrededor del vocero que anunciaba noticias y sucesos; allá, en los primeros asentamientos urbanos. Bandos de la autoridad, proclamas, edictos, ordenanzas, noticias relatadas con veracidad o adobadas de imaginación, iban siendo difundidos aquí y allá a través de la voz cantarina del pregonero; una voz rotunda y tal vez ruda; pero modulada en sonsonete singular que calaba en las mentes y en los corazones hasta sobrepasar los tiempos conformando las primeras páginas de la literatura popular transcrita en sus pliegos de cordel.
El pregonero de noticias inminentes ejercía por encargo de alguien importante, de alguien con poder; y esa era la única autoridad que le asistía, porque individualmente, él sólo ofrecía el valor de saber leer y escribir, algo peregrino y no demasiado apreciado en aquellas épocas. Los cuadros históricos dibujan a ese pregonero erguido y firme, ocupando lugar destacado en las plazas públicas para abrir allí con cierta solemnidad su pliego y salmodiar cadenciosamente su contenido. Llamaba la atención; le rodeaba enseguida la algarabía popular. Conseguía su objetivo.
Paralela a la función de noticiero oficial que ejercía el primitivo pregonero, muy pronto, el juego, la fiesta y la diversión requirieron la presencia del altavoz humano. Y desde las festividades paganas a las cristianas, ha habido siempre un pregonero de los divertimentos; desgañitado e incansable: en las encrucijadas de los caminos, en las barracas de las ferias, en los aledaños de los espectáculos, en las tómbolas.
En nuestros días, un pregonero sigue siendo el que en voz alta y en los sitios públicos anuncia algo que conviene que todos sepan. Hoy; sin que hayan desaparecido del fondo de nuestros oídos arrullados por la sal de la nostalgia, las voces de los más humildes de los pregoneros; aquellos que en un ayer cercano horadaban con rotundidad cadenciosa las ventanas de nuestras casas pregonando productos del día. Como al de ayer, al pregonero de hoy, alguien con autoridad le ha responsabilizado de tal tarea sólo porque es del dominio público que sabe leer y escribir, porque se confía en que será capaz de pronunciar un discurso que sirva para realzar la celebración de una festividad y tal vez para incitar a las gentes a la participación en ella.
(...) Los caminantes; el camino a Teror. ¿Qué grancanario no ha sido alguna vez peregrino del Pino? Recordamos ahora el humor, entre tierno y sardónico del gran Alonso Quesada quien dedicó al Pino y sus fiestas varias de sus crónicas (la crónica, ese apunte de actualidad; esa mezcla atractiva de vivencia y reflexión, de esbozo y de puntualización). De Quesada extraemos un botón ejemplar de su maestría para reproducir el coloquio y hasta el tono de nuestra habla canaria.
«Todos los jóvenes van a la fiesta del Pino. (…) «¿Tú vas a la fiesta del Pino?» Ir a la fiesta del Pino, significa tener un pañuelo de seda color ocre, y un tartanero amigo a quien se le pregunta: «¿Cuánto nos llevas por llevarnos el día del Pino a Teror?» Y que el tartanero conteste: «Ese día, don Juan, son seis duros; pero por ser a Vd. lo llevaremos en cinco. Pero dígame si van para no comprometerme y preparar otro caballo.» Hay jóvenes que van hacia el porvenir, otros que van hacia el bienestar y otros que van al Pino. (…)
No se puede contar con ninguna persona la víspera del Pino. -«Conmigo no cuenten mañana, que voy al Pino con unos amigos.» -Todo se hace en la isla pasado el Pino. Las vacaciones de los chicos terminan con este día; y si hay algo en proyecto estos días, se tendrá que dejar para después del Pino -«Cuando pase el Pino nos ocuparemos de eso». El Pino debiera ser el 3l de diciembre, para los insulares.
Después del Pino empezar el nuevo año, y decir: -«Año nuevo, vida nueva.» Después del Pino la vida suele tomar otro rumbo en la isla. Después del Pino se vislumbra la luna nueva que es esperada con gran ansiedad. Cuando acaba el Pino, la gente se pone contenta para trabajar y volver a la vida ordinaria. Es el Pino para los insulares como una especie de Ramadán mahometano con un buen sentido católico: El Pino es tan inevitable como una casa que están terminando en la plaza de Santa Ana. Es preciso que pase el Pino para poder equilibrar nuestro corazón y nuestro pensamiento.
Nosotros no hemos ido nunca al Pino. Todos los años hacemos el propósito de ir. Pero decimos todos los años: -«¡Y a mí que me gustaría ir al Pino!» Y no vamos sin embargo, pues si llegamos a ir, ¿cómo podremos decir esta frase tan hermosa, tan isleña, tan invariable: «¡Y a mí que me gustaría ir al Pino»?».
Como casi todos los que ahora me escuchan, esta pregonera recuerda, con el dulce regusto de la nostalgia, sus primeras caminatas a Teror desde Firgas, en años ya bien lejanos, con familiares y con amigos. La salida, mejor con la fresca. En los preparativos, el pequeño macuto, el zapato cómodo, el sombrero, la caña recién cortada. Ya en la ruta, la tierra colorada de la montaña, el agua fresca en las Huertecillas o en Los Chorros; luego el descenso más o menos ligero, Los Castillos abajo, entre risas, cantos y algún traspiés. Pronto la llegada a la carretera, los primeros castañeros (¡aquel castañero gordo!). Allí, cumplida la etapa grande, el primer descanso. Enseguida la ilusionada etapa final: la remontada lenta hasta pasar el puente y llegar al cruce de las carreteras frente a la fonda del Pino. Adelante ya, más deprisa, por la calle familiar de los balcones de tea adornados con esplendidez y la plaza del laurel soberbio y los pinos altos, enhiestos. Por fin, la iglesia, piedra, tea y oro, altares cuidados con primor de encajes. El trono de la Virgen lo domina todo, refulgente de plata y de luces; tembloroso de cirios; aromático. Nos sobrecoge el destello multicolor del manto majestuoso. Envuelta en él, asoma la cara linda: Linda la madre de Dios. Virgen canaria y bonita, la virgen que quiero yo. Ha llegado el momento de la plegaria emocionada. La cara linda nos sonríe enigmática. A nuestro parecer nos mira casi con complicidad. Seguro que la Virgen entiende los terribles problemas de nuestros dieciséis años: La Virgen; La Virgen, la más hermosa, la Virgen que tiene un niño con su carita de rosa.
Nuestra alma sonríe confiada. Sabíamos que valdría la pena la caminata a Teror.
¡Cuantas promesas de peregrinaciones al Pino ante un problemilla personal, ante un examen o prueba más o menos complicada!
Pasado el momento mágico, el de la esencia de nuestro peregrinar, suena la hora del esparcimiento y la tradición: la compra del cesto en la plaza, el pan orondo de miga y sonoro de corteza que nos espera ahí cerquita, con el queso tierno y el chorizo de Teror; no faltará la carajaca y el vaso de vino; o el pizco de ron, que no en vano era antaño la bebida por excelencia; una bebida peleona, por cierto, y responsable de más de una pelea ventorrillera, como recordaba don Juan Rodríguez Doreste en las páginas de madurez que tituló 'Crónica de un hijo del siglo'.
Pregoneros ilustres de Teror han dejado para la Historia espléndidos textos. Traigo ahora retazos del que pronunció el amigo y maestro Alfonso Armas en 1987 y que tituló Agua y castaños. Nos parece ahora escuchar aquella su voz, envolvente, de orador nato; aquella su modulación fonética amplia, cadenciosas por naturaleza. El texto de Alfonso Armas va a recordarnos voces antiguas y recrearnos con esplendida inmersión histórica en las significaciones del pino, del agua y de la devoción a la Virgen del Pino. Inicia su así su rosario lírico:
«Grato es volver a Teror. Buscar otra vez el tiempo perdido. Olor de laureles, ecos de las baldosas de la Alameda; barrancos, castaños; montañas; yagua, murmullo soterrado de agua y de fuentes. Teror siempre confortado por el agua de sus manantiales. Volver a recorrer, con la imaginación, caminos, veredas, valles y altozanos de la Villa. Recorrerlos para revivirlos. Para hacerlos más nuestros; o para desgranar mejor los piñones que forman el pasado. Esos piñones pequeños, duros, inalterables que encontramos a la vuelta del camino, en las ramas de cualquier pino, de uno de esos impertérritos y enhiestos testigos del tiempo que simbolizan la perennidad del pueblo».
Alfonso Armas, digo. Junto a él, claro, me viene a la pluma el nombre de Benito Pérez Galdós… No podía faltar Pérez Galdós en mi pregón.
Hace unos días, un periodista me preguntó si Galdós había venido a Teror o si había nombrado a esta villa o a sus fiestas. Ojalá hubiera podido contestarle que sí, para que se quedara contento. ¡Qué bonito titular! Pero no pudo ser.
Respecto a salidas del autor de su ciudad natal o visitas a lugares grancanarios ajenos a ella, sólo consta sus estancias en el Monte Lentiscal, en Los lirios: cuando era pequeño y, con su familia, quiso huir de la peste de 1851; y luego durante la visita a su tierra de 1894, de Madrid a Gran Canaria pasando por Cádiz, en que subió al Monte y allí se dejó retratar, sentado en un poyete de piedra: ojos reidores, larga boquilla, cachucha, ademán desenvuelto y campechano. Tal vez se llegó alguna vez a Valsequillo, la tierra de los Pérez, detrás de los recuerdos que ligaban a su padre y abuelo militares con el cuartel que aún se conserva allí. ¿Pudo venir a Teror? Muy distintos a los de hoy eran los tiempos grancanarios que vivió Galdós, cuando las distancias se medían al paso lento e incómodo de las caballerías. Domingo J. Navarro, en los 'Recuerdos de un noventón' que publicó en 1889 con nostalgias críticas de veinte años antes, dedicó un capítulo a ese asunto: 'Una expedición a la Fiesta de la Virgen del Pino'; lo tituló. Las vicisitudes del traslado a Teror ocupan la mayoría de sus páginas: se trataba de un traslado para ocho dias, claro, dada la dificultad del asunto: caballos, yeguas, mulos y burros, comprometidos muchos días (unos alquilados, otros prestados) para el acarreo de colchones, ropa de cama y mesa, baúles, fardos (...)
Si Galdós vivió esta peripecia no podemos saberlo. Es cierto que, durante los años de su infancia y juventud (recordemos, entre los años cuarenta de aquel siglo y 1862), nunca pudo gozar de alguna de aquellas emotivas 'bajadas' de la Virgen a la capital porque, aunque la devoción a la Virgen del Pino es muy antigua y se prodigaron esas bajadas de la imagen durante el siglo XVIII, esa tradición se cortó, temporalmente, tras la muerte del Obispo Verdugo en 1816. Pero sin duda en el ambiente católico y tradicional que sedimentó su espíritu y su mente, se hablaría de las fiestas de Teror y de su entorno, y se empaparía personalmente de la devoción familiar por la Virgen del Pino. De eso sí tenemos pruebas. Al menos dos. La primera tiene que ver con su padre, Sebastián, y su tío Domingo que, como subteniente y capellán, respectivamente, formaron parte de la expedición de Granaderos que en 1809 se sumó a la lucha contra el francés. Ambos testimonian por escrito que se dio el nombre de Canarias a ese batería de granaderos porque lograron gran victoria en la batalla de Chiclana al entusiasta grito, precisamente, de ¡Viva la Virgen del Pino! ¿Cómo no iba a relatar en casa ese episodio don Sebastián, y como no dejaría de calar en la sensibilidad de aquel niño tan aficionado a coleccionar cromos y soldaditos y a confeccionar pequeños altares y monumentos? La segunda de las pruebas es tangible y real: se trata de una postal representando a la Virgen del Pino en el momento de la Procesión solemne de su Fiesta. que don Benito guardaba y que hoy se conserva en su Casa Museo. El centro de esa postal lo ocupa la Virgen del Pino, de frente, en su trono rodeado de eclesiásticos, de damas con mantillas blancas; en el fondo los perfiles ocres de la Iglesia; en los lados los balcones de tea y las casas; y la multitud en procesión, abigarrada de fervor y entusiasmo.
Cuando don Benito redactaba 'Ángel Guerra', fraguaba un viaje a su tierra que no podría realizar hasta tres años después. Se hallaba el autor en la etapa estética que los estudiosos llaman 'espiritualista', que significa tanto un superar del realismo hacia el modernismo y los vaivenes del fin de siglo, como un repensar del asunto religioso, tan crucial en la obra como lo fue en la vida del escritor. Y en esa novela, la que narra la evolución, por amor, de un hombre violento y descreído hacia la moderación y la espiritualidad, hay páginas más que atractivas sobre la religiosidad, sobre las devociones, los ritos y las liturgias del catolicismo. Cuando el protagonista comienza a frecuentar los templos y las prácticas religiosas, sólo hay una devoción que íntimamente reconoce y acepta: la de la Virgen que «le transportaba a la región etérea y luminosa» -leemos, y que conseguía llevarlo, en los entresijos de la devoción, de lo externo a lo interno: de «sus ojos y oídos (…) a las fibras del sentimiento, y, poco a poco, a los espacios de la razón.»
Nos atrae ahora, en este marco y en esta ocasión, la evocación de un Galdós redactando tan sentidas páginas sobre la devoción a la Virgen. Y queremos imaginar que recordaría las vividas en su infancia, en su casa canaria; tal vez recordaría la advocación mariana del Pino. ¿Por qué no? De los recuerdos de la infancia dejó escrito en páginas de esta misma novela: «De algunas cosas de su infancia conservaba la impresión inmutable, como si aún las estuviese viendo».
(..) ¡Todos a Teror! ¡Viva Teror, y Viva la Virgen del Pino!
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