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La piedra Rosetta de Vargas Llosa

La piedra Rosetta de Vargas Llosa

Las grandes novelas se escriben con las obsesiones y la obsesión es siempre una pasión desmedida. Borges contaba en una magnífica entrevista que le hizo Joaquín Soler Serrano en 1976 que en Fervor de Buenos Aires (1923), su primera obra, estaba todo lo que escribiría después con más destreza y con más astucia; pero que él, cuando leía ese texto, encontraba esa escritura secreta y sus temas recurrentes: Conversación en La Catedral no fue el primer libro de Vargas Llosa, pero creo que en ese libro es donde está toda esa escritura secreta del escritor de la que hablaba Borges en esa memorable entrevista.

Sábado, 16 de noviembre 2019, 07:18

Cuáles son esos temas: la lucha por la vida, el no saber qué vas a ser en el futuro, la figura del padre, el poder, la política, el amor, y Tánatos y Eros (el amor y la muerte), el erotismo, las convenciones sociales, Perú, sobre todo Perú, el periodismo, la corrupción, y también el punto ciego, ese tema que busca el escritor toda su vida y que a veces ni siquiera conoce: por eso se sigue escribiendo cada día.

Vayamos al principio: «Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú?». Este es uno de los mejores comienzos de novela que conozco. Otros se han llevado la fama y la memoria, pero si alguien escribe que se contempla la vida sin amor ya está abriendo las puertas a una obra de arte, a que suceda todo lo que no esperas o lo que esperas y te termina sorprendiendo como si te lo contaran por vez primera. La música viene de esa primera frase o del primer párrafo, todo lo demás, si se logra consolidar el milagro, no es más que la consecución de una sinfonía perfecta que ha de llegar hasta el final: «Trabajaría aquí, allá, a lo mejor dentro de un tiempo había otra epidemia de rabia y lo llamarían de nuevo, y después aquí, allá, y después, bueno, después ya se moriría ¿no, niño?». Como la vida de cualquier ser humano, la novela se cierra con un interrogante que deja todos los finales abiertos al mismo tiempo que cierra la historia que se nos estaba contando. Por el camino, fragmentada como las escenas cotidianas, aparecen todas esas teselas sueltas que al final cobran sentido, como en cualquier existencia que se cuente desde distintos puntos de vista y diferentes miradas.

¿Por qué piedra Rosetta, por qué elegí ese título para una ponencia sobre Conversación en La Catedral que expuse el pasado mes de julio en los cursos de verano de El Escorial? Porque buena parte de la novela la escribió Mario Vargas Llosa en la Biblioteca del Museo Británico, a escasos metros de la piedra Rosetta, y uno lo imaginaba paseando por Londres con Lima dentro de su cabeza, y también porque en esa novela, como vengo diciendo, están todas las claves para desentrañar luego todo el universo del escritor arequipeño: «La empecé a escribir en París, mientras leía a Tolstoi, Balzac, Flaubert y me ganaba la vida como periodista, y la continué en Lima, en las nieves de Pullman (Washington), en una callecita en forma de medialuna del Valle del Canguro, en Londres –entre clases de literatura en el Queen Mary’s College y el King’s College–, y la terminé en Puerto Rico, en 1969, luego de rehacerla varias veces. Ninguna otra novela me ha dado tanto trabajo; por eso, si tuviera que salvar del fuego una sola de las que he escrito, salvaría ésta». Siempre imaginé a Vargas Llosa atravesando Hyde Park o callejeando por Kensington con Santiago Zavalita en la cabeza, pero hace unos meses me aclaró que apenas callejeaba, que solo deseaba llegar al Museo Británico para ponerse a escribir cuanto antes. Yo lo imaginaba caminando a pie por Londres, casi hablando solo y buscando las salidas a las páginas más complicadas de la novela; pero me aclaró que se movía en ómnibus desde Earl’s Court y solo callejeaba por las cercanías de Holborn para llegar cuanto antes al Museo Británico. Su mundo era un mundo de novela limeña que no tenía nada que ver con la bruma londinense.

Hemingway decía que un escritor debe de pasar por un periódico siempre y cuando lo sepa dejar a tiempo, y Mario comienza a trabajar en La Crónica, el mismo periódico en el que escribe Zavalita, con menos de 20 años, y uno lo imagina como un soñador que creería en la inspiración, que idealizaría el periódico y que, de repente, se encuentra la bohemia, las cicatrices de la calle, la crónica de Sucesos, los quemados que un día quisieron ser poetas, y a Becerrita, que parte de un redactor real, el rey de esas crónicas policiales y de sucesos. El periodista tiene que escribir, que llenar páginas cada día, con el tema, o sacando casi de donde no hay, para seguir contando como luego hará con la novela. Y esa mirada periodística la hallaremos siempre en Mario Vargas Llosa, el sonido de la calle que luego lleva a su obra, la realidad que no ve quien no mira más allá de lo que tiene ante sus ojos. «Desde que estoy aquí no he visto a muchos periodistas que sigan estudiando —dijo el señor Vallejo–. Tengo que advertirle algo, por si no lo sabe. El periodismo es la profesión peor pagada. La que da más amarguras, también». Mario es Zavalita y Zavalita es Mario y ya le advierten de lo que va el juego si no se anda con cuidado: «Aquí tuvimos nuestra primera conversación de masoquistas, Zavalita –dijo–. Aquí nos confesamos que éramos un poeta y un comunista fracasados. Ahora somos sólo dos periodistas. Aquí nos hicimos amigos, Zavalita».

En toda la novela está el miedo al fracaso del soñador que escribe, de quien no ha podido demostrar nada todavía, del que solo puede aportar sueños cuando le espetan que de qué diablos va a vivir en los años venideros: «Los cachorros que ya eran tigres y leones, Zavalita. Los ingenieros, los abogados, los gerentes. Algunos se habrían casado ya, piensa, tendrían queridas ya». No hay respuestas y todos los cachorros de su entorno ya se van convirtiendo en hombres de provecho: «Tú no eres eso que quieres demostrarte que eres. No puedes seguir siendo un mediocre, hijo».

He vuelto varias veces a Conversación en La Catedral y cuanto más regreso más claves y más misterios se presentan. También me sigo quedando igual de letraherido con algunas de las descripciones que me encuentro, pero prefiero compartirlas para que sean ustedes mismos quienes disfruten de esos destellos, casi milagrosos, que uno va hallando en una novela que no es fácil, porque Mario Vargas Llosa quiso apostar más por la literatura que por los caminos ya trillados. Claro que no se entendería sin Faulkner y sin el momento en que fue escrita, pero eso da lo mismo, porque lo que encontramos es una obra de arte que se quedará cuando ya no estemos ninguno de nosotros en este planeta. Lean algunas de estos extractos: «Cayo me dijo es guapísima y yo creía que era cuento –la veía de pie y vacilando, contemplándola desde arriba con unos ojos vidriosamente risueños de gata engreída, y cuando se inclinó para alcanzarle el vaso, olió su perfume beligerante, incisivo–. Pero es cierto, la famosa Queta es guapísima»; «una mirada interesada y al mismo tiempo cerebral, debajo del azogue borracho de las pupilas»; «la enfermera le trajo otro desayuno completo y se quedó en la habitación, observándolo mientras comía. Ahí estaba, Zavalita: tan morena, tan aseada y tan joven en su albo uniforme sin arrugas, con sus medias blancas, sus cortos cabellos de muchacho y su toca almidonada, parada al pie de la cama con sus piernas esbeltas y su cuerpo filiforme de maniquí, sonriendo con sus dientecillos voraces»; «Te caló apenas te vio –murmuró Queta, echándose de espaldas–. Una ojeada y vio que te haces humo si te tratan mal. Te vio y se dio cuenta que si te ganan la moral te vuelves un trapo»; «olía a desvelo, a mezclas indecibles, y había en su cara un desasosiego vibrante, una efervescencia de la piel en los pómulos, las sienes, la frente y el mentón: todo latía».

Alonso Cueto habla siempre de que la escritura es un acto de fe: uno escribe en soledad confiando ciegamente en que algún día habrá alguien que lea ese texto. Creo que Mario Vargas Llosa jamás hubiera escrito esta novela sin creer firmemente en ese acto de fe, en que algún día, cincuenta años después de su publicación, habría lectores como nosotros hablando de ella como si habláramos de la vida verdadera, esa existencia que cada cual hace suya cuando lee y va atravesando realidades como si atravesara una espesura de sueños.

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