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Yolanda Auyanet como Maria Stuarda y Airam Hernández como el conde de Leicester, en el montaje del Teatro Real. Javier del Real
Duelo en la cumbre en el Teatro Real

Duelo en la cumbre en el Teatro Real

Ópera. La grancanaria Yolanda Auyanet y el tinerfeño Airam Hernández cantan en la 'Maria Stuarda' de Donizetti, que se representa hasta el 30 de diciembre en el coliseo madrileño.

Arturo Reverter

Madrid

Jueves, 26 de diciembre 2024, 01:00

Curiosamente, 'Maria Stuarda', la segunda de las tres famosas 'Reinas' de Donizetti, no se había representado nunca en el Teatro Real de Madrid. Lo ha hecho ahora de la mano de una conocida y hace poco revisada producción de David McVicar. Es un perfecto ejemplo del arte, ya muy depurado, del compositor bergamasco, que ilustró un libreto de Giuseppe Bardari, basado en una de las tragedias más fuertemente introspectivas de Frederic Schiller (Weimar, 1800), contemplada en los teatros italianos en la traducción de Andrea Maffei, más tarde gran amigo y también, aunque parcialmente, libretista de Verdi.

La censura, como tantas veces, intervino para chafar los planes y dar un nuevo giro al proyecto: la gala real prevista para el 6 de julio de 1834 se hubo de trasladar a primeros de septiembre con intervención personal de Ferdinando II. La adaptación del libreto a las nuevas e impuestas ideas fue obra de Pietro Salatino y la obra se transformó en 'Buondelmonte', que derivaba de una de las 'Historias florentinas' de Machiavelo. Bajo ese nombre y con las modificaciones exigidas, la ópera se estrenó el 18 de octubre en el San Carlo. Donizetti contaba a Ferretti en carta de 7 de ese mes: «'Stuarda' fue prohibida. ¡El cielo sabe por qué! Hay que callar».

Con su verdadero título, 'Maria Stuarda', la ópera subió por fin a escena el 30 de diciembre de 1835 en La Scala de Milán. El libreto había sufrido nuevos retoques de la mano de Calisto Basi. Aunque aquí también la censura hizo de las suyas y obligó a realizar retoques y cortes. No fue suficiente: después de seis representaciones la policía austriaca obligó a retirarla del 'cartellone'. La agitada historia de la obra concluirá, muchos años después de la muerte del compositor, en el San Carlo de Nápoles el 22 de abril de 1865 cuando los Borbones llevaban años fuera del poder.

Toda la enemistad, el odio amasado durante años entre las dos reinas protagonistas, se acumulan y explotan en el magistral Sexteto que cierra el acto I. «Figlia impura di Bolena!», clama la aherrojada Maria contra su contrincante Elisabetta, que la ha encerrado durante años. La invectiva va acompañada de otros epítetos bien subrayados por el acompañamiento. El fragmento resulta de una modernidad violenta, como opina Chantal Cazaux.

Música llena de sabor

En la última sección Elisabetta repite sus primeras palabras y lo hace sobre la música de Maria, una curiosa forma de 'vampirización' en aserto de Cazaux. En este 'Finale primo' Maria es condenada (última palabra de su contrincante); aunque, en realidad y a la postre, eso sea el comienzo de su victoria escénica y mental. Luego, cosa sorprendente en opinión de varios autores, William Ashbrook a la cabeza, la obra gana enteros y se coloca en terreno magistral, algo que el comienzo, con la convencional salida de Elisabetta, no cabía esperar.

Yolanda Auyanet, en un pasaje junto al coro. Javier del Real

Música excitante y llena de sabor, que revela un rotundo choque entre dos mujeres que se odian. Dos grandes papeles, pues, destinados a dos grandes sopranos, que en algún caso pueden ser abordados por mezzos dotadas de un 'ambitus' generoso y de una facilidad y flexibilidad notables que les pueda permitir cantar en tesituras elevadas sin esfuerzo. Maria es el epicentro y estructura la ópera de manera evolutiva. La suya ha de ser una voz que posea, además de poderío para asegurar matices en forte en tesitura media, una especial flexibilidad para las ascensiones cromáticas sobre varios compases. Va del extremo grave (Sol 2) al sobreagudo (Do 5), si atendemos a la edición preparada para la Malibrán. La endiablada tesitura resalta la evolución del personaje, que pasa de las ambiciones y pecados terrenos al perdón divino.

Yolanda Auyanet

En esta ocasión Maria fue cantada por la soprano grancanaria Yolanda Auyanet, una antigua ligera y lírico-ligera desde hace algún tiempo una lírica en toda regla, que aquí estuvo verdaderamente en su salsa; mejor que en otras descubiertas hacia partes de rango más dramático, 'Norma', por ejemplo. Desde su primera aparición, en la escena descrita más arriba, agarró el toro por los cuernos y se fue a por todas. El centro, bien armado y asentado, de buen volumen, el grave ligeramente desvaído pero de cierta consistencia, el agudo firme, atacado de forma ortodoxa. La a veces exigente coloratura no tuvo problemas para ella marcando, en ocasiones a media voz, los melismas y atacando con bravura los pasajes más arduos. Y se desenvolvió estupendamente como actriz, manejándose con una magnífica sobriedad.

Con estos mimbres pudo salir airosa en la famosa plegaria 'Deh! Tu un'umile preghiera', un Andante cómodo en 3/4 y Mi bemol mayor. En el larghetto subsiguiente, 'Di un cor che more,' alcanzó una sufriente intensidad expresiva, con lo que el drama de Maria se nos ofreció con la deseada crudeza e inmediatez. De tal forma que pudo alcanzarse aquello a lo que había de aspirar, según el gran estudioso de la obra donizettiana William Ashbrook, cualquier interpretación: «golpear al oyente con la fuerza de la verdad». Porque verdadero fue el canto, y el esfuerzo, de la soprano. Aunque a su voz, episódicamente, pueda faltarle algo de brillo o de terciopelo.

Silvia Tro Santafé (Elisabetta) y Yolanda Auyanet (Maria Stuarda). Javier del Real

Elisabetta requiere asimismo una voz amplia, con un médium anchuroso, generalmente en forte, y agudos potentes y rotundos. La tesitura es menos grave que la de su oponente, incluso sin que esta apareciera modificada por la versión destinada a Malibrán. Tiene más florituras que Maria, más ornamentos y agilidades, sobre todo al principio. Sin embargo, su línea es casi siempre la misma, se mueve en idéntico ámbito de principio a fin. «Homogéneo pero inalterable es la imagen de un poder ejercido por Elisabetta sobre los otros, pero -y esto es importante- sin efecto sobre sus propias pasiones» (Chazaux).

En esta parte disfrutamos del canto fino y bien dibujado de Silvia Tro Santafé, una mezzo lírica espejeante y soleada que canta bien apoyada, que frasea con intención, que calibra las agilidades, que va de arriba abajo con aplomo y que ataca la zona alta con valentía, sin aparente esfuerzo, cosas que puso ya de manifiesto en su convencional aria de salida. Quizá le falta algo de envergadura vocal y física para proporcionar una imagen más vigorosa de la antipática reina, pero estuvo siempre valiente y decidida. Lo que no es poco.

Encontramos en la parte de Leicester algo dubitativo e irregular a ese buen tenor lírico que es el tinerfeño Airam Hernández, sobre todo al principio, quizá preocupado por alguna flema. Se le vio cuidadoso. Buen centro, de agradable tinte, agudos a veces algo mates, emitidos como con miedo; o al menos muchas reservas, sin el timbre deseado. Pero su fraseo, siempre generoso y decidido y su calor tímbrico, hicieron olvidar aquellas máculas. Irregular, no siempre afinado, de emisión variable, el bajo-barítono, que, no bajo, Krzysztof Baczyk (un hombre de casi dos metros), bastante desdibujado en su dúo con Auyanet de la escena octava del segundo acto. Cumplieron Simon Mechlinski, de buen centro baritonal, como Lord Cecil (el que anima a Elisabetta a firmar la sentencia de muerte). Mercedes Gancedo cumplió a satisfacción en el papel secundario de Anna.

Escenografía

La producción es evocadora, bien contrastada, de un realismo poético espléndido; sencilla pero servidora sin ambages de la tremenda historia que se cuenta e iluminada magistralmente por Lizzie Powell.

Se trata de una puesta en escena coproducida con el Liceu, el Festival Donizetti de Bergamo, La Moneda de Bruselas y la Ópera Nacional de Finlandia. Estupenda actuación del Coro y gran aplomo de la Orquesta. A lo que contribuyó el buen trabajo con la batuta, siempre enhiesta y circulante, clara en las divisiones y subdivisiones, de José Miguel Pérez-Sierra, que supo llevar todo bien encajado, medido y cantado; quizá en alguna ocasión a falta de una mayor depuración sonora; aquí y allí.

En la obertura, por ejemplo, la original descubierta mucho después de la muerte del compositor; y que es una pieza bastante floja.

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