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Entre el sueño y la realidad emerge la música soberana
El Teatro Real de Madrid ha vuelto a acoger la ópera 'Eugenio Oneguin', de Chaikovski.
Arturo Reverter
Sábado, 15 de febrero 2025, 22:59
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Arturo Reverter
Sábado, 15 de febrero 2025, 22:59
Hace unos quince años, como primera escaramuza de la era Mortier, contemplamos en el Teatro Real de Madrid una producción del Bolshoi de ' ... Eugenio Oneguin' (así se escribe en los anuncios del Teatro) dirigida en lo escénico por Tcherniakov. De ella hablamos en estas páginas en su momento. Era una visión bastante lujosa y gigantista, conceptuosa, con alguna que otra traición al libreto y a la música, de lo que para Pushkin, autor de la obra literaria, y para Chaikovski, creador de la partitura, era un drama íntimo. Cosa que choca en una acción en la que ya en el cuadro primero se da entrada a los campesinos y a nuevos visitantes y que en la primera parte del segundo acto se ofrece un baile en el que se escuchan los cuplés de Monsieur Triquet, con cotillón incluido, con el colofón del primer cuadro del tercer acto en el que se desarrolla otro baile en una lujosa mansión de San Petersburgo.
Ese drama, así planteado, no puede ser íntimo. El compositor quiso que se estrenara por alumnos del Conservatorio imperial el 29 de marzo de 1879, lo que se hizo sin ningún éxito y sin que la partitura estuviera terminada. La verdadera primera representación tuvo lugar, con mejor recibimiento, el 23 de enero de 1881 en el Gran Teatro de Moscú. El libreto era del mismo compositor, de su hermano y de Chilovski. Allí el drama pudo tener la eficacia musical y escénica lógicas.
Estamos ante la historia del individuo que rechaza el amor de una joven y que luego, ya casada ella, pretende recuperarlo. Chaikovski dibuja una música romántica de altos vuelos y de una extraordinaria vena melódica. La anécdota de los seres que pululan por la escena, particularmente la de los tres protagonistas, Tatiana, Oneguin y Lenski, nos alcanza muy directamente, a veces de manera casi confidencial. Hay una nervadura íntima, un drama que viven fundamentalmente esas criaturas, cuyas reacciones y sentimientos aparecen ricamente potenciados por la música. Todo lo demás, bailes y fiestas, canciones populares, ambientes pastoriles o palaciegos, componen un telón más o menos hermoso o sugerente de fondo. Y que debe ser tratado con sigilo, cuidado y contención.
La puesta en escena de Christof Loy es muy fiel a su estilo resumidor, psicológico, enteco, sugerente y, a la postre, siempre con un atrayente toque metafórico, frecuentemente poético. Hemos visto en los últimos años algunas propuestas del regidor cortadas por este patrón; unas más convincentes que otras. Nos admiró, por su poderoso lirismo y su espiritualidad, por su fantasía desbordante, la producción de 'Capriccio' de Strauss. No tanto la más antigua de 'Lulu' de Berg; o la tan prosaica de 'Rusalka' de Dvorák. Más afortunada fue la de 'Arabella' de Strauss, con sus contradicciones.
Artista en todo caso siempre interesante. Y lo ha sido también en esta oportunidad. Aquí Loy, fiel a sus ideas, a sus criterios refinadamente intelectuales, parece haber pretendido estilizar hasta el extremo la ópera trazando en los dos primeros actos una narración más o menos realista. Y hace una trampa: traslada la acción del cuadro segundo del segundo acto, en la que tiene lugar el duelo a pistola entre Lenski y Oneguin, al comienzo del tercero. Así la acción queda dividida en dos partes claramente diferenciadas: una primera enfocada desde un prisma y una segunda planteada desde otro.
En busca de la concreción y huyendo del espectáculo se reduce el escenario a lo mínimo: un estrecho y angosto salón en la hacienda de los Larin en el que los numerosos figurantes se tropiezan de continuo y en el que se dibujan escenas hasta cierto punto balletísticas con alusiones de índole sexual. Todo muy atropellado. La cosa cambia en la segunda parte. Aquí la acción es, podría decirse, no solo metafórica, sino psicológica. Los deseos y pensamientos parecen tomar forma.
El duelo a pistola (raro en la época en la que se pinta la acción, que, cosa rara, se avanza en el tiempo: por los trajes situada hacia los años veinte o treinta del siglo XX) es fantasmal. El cadáver de Lenski permanece un buen rato en el suelo, aunque luego cobra vida antes del dúo final entre Tatiana y Oneguin. Todo ello abona el pensamiento de Loy: «La música de Chaikovski me permite construir una acción realista que conduce a otra circunstancia en la que debo buscar soluciones más estéticas o poéticas que den paso al inconsciente».
No hay más que una puerta en una estancia de paredes absolutamente blancas (semejante a la propuesta por Loy para el final de Arabella) en la que tiene lugar la acción. No hay baile, el vals no aparece representado y el dúo de Tatiana y Oneguin se desarrolla en ese mínimo espacio. Un dúo en el que los sentimientos y reacciones se exacerban hasta el infinito y que exige un gran esfuerzo a los dos actores cantantes. Que lo aprovechan para mostrar sus excelentes cualidades. La voz de Kristina Mkhitharyan es la de una lírica ancha, con cuerpo, carnosa y resonante, redonda, extensa y sustanciosa, de reflejos muy eslavos.
Cantó la famosa 'Escena de la carta' con gran intensidad, con entrega, matices, medias voces y filados incluidos. Afinada, actriz de estilo muy natural, siguió puntualmente las indicaciones de la batuta de Gimeno y las de Loy. Hasta el punto de mantener durante toda la representación en que la portaba un juego de quita y pon de la bata casera. Algo que nos resultó casi obsesivo. Aunque eso debe achacarse a la mirada del que suscribe. Iurii Samoilov, Oneguin, es un barítono lírico bien dotado, con un centro cálido y bien apoyado y una zona superior de emisión más bien abierta, de escaso brillo. Pero dijo y se entregó con indudable verdad y pasión.
Timbre interesante de lírico-ligero, muy buenas maneras, técnica pulida, expresión justa los del tenor Bogdan Volkov, un Lenski de calidad a falta de una mayor sustancia vocal. Solidez y mesura, firmeza emisora los de la mezzosoprano Katarina Dalayman, Larina. Irregular emisión, centro algo pobretón los de la también mezzo Victoria Karkacheva. Buena pasta y homogeneidad lustrosa los del bajo lírico Maxim Kuzmin-Karavaev en su doble cometido de Zaretski y Gremin (buenos graves, aunque no del todo fornidos). Bien el capitán del barítono Frederic Jost. Muy adecuado el Trinket del tenor Juan Sancho, que dijo con intención sus couplets, cumplidor David Romero como Capataz. Y sorprendente la veterana mezzo Elena Zilio (83 añitos) como entonada Filipievna.
Todos los plácemes nos mereció la dirección musical de Gustavo Gimeno, que redobló su magnífica intervención de 'El ángel de fuego' de Prokofiev. Atento, preciso, elegante, expansivo, expresivo, fraseó, matizó, acompañó y reguló con rara habilidad el complejo entramado de la extraordinaria partitura de Chaikovski. Difícil hacerlo mejor. Todo transcurrió con fluidez, naturalidad, con los focos de intensidad bien destacados, tanto en lo lírico como en lo dramático. Y conjuntó las escenas corales. Contó para todo ello con la colaboración de un Coro impecable y una Orquesta de extraños fulgores y suavidades inesperadas. Una base musical por tanto soberana.
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