Este artículo está compuesto por extractos de tres preliminares que aparecen en 'Camino, siempre la última palabra. Una antología dispersa y musical de Alonso Quesada' ( ... Mercurio Editorial, 2025). El título, que ve la luz este viernes, 21 de febrero de 2025, Día de las Letras Canarias, que este año está dedicado a la figura de Rafael Romero Quesada, contiene una extensa cronología ('En el lino del tiempo') y una selección de poemas ('Antología dispersa'), realizados por un servidor; doce partituras, doce preludios para piano compuestos por Héctor Muñoz García e inspirados en varias piezas líricas del poeta; y una ilustración titulada 'Dilemáticoalonso' realizada por Patricia D. Franz Santana y situada en un lugar significativo del citado libro.
1. Al inicio del camino
«El primer intento, frustrado, de la publicación de las obras completas de Rafael Romero (Alonso Quesada) surgió al año escaso de su muerte. Desde entonces, muchas voces autorizadas se han alzado de cuando en cuando pidiendo la realización de esta empresa. Pero la verdad es que nos encontramos en el XL aniversario de la muerte del poeta fundamental de la lírica canaria y Alonso Quesada es prácticamente desconocido para nuestra generación, pues sus libros, inéditos unos, agotados y no reimpresos desde hace muchos años los más, son difícilmente encontrables».
Hace sesenta años que Lázaro Santana Nuez y Fernando Ramírez Suárez publicaron esta cita en la nota preliminar de un libro dedicado a la poesía de Alonso Quesada que apareció en la colección Tagoro, en 1964. El primer intento apuntado debió ser en 1926, «al año escaso de su muerte». La percepción de abandono, extraño silencio, inquietante, desconcertante…, que traslada el fragmento pudo aliviarse en las décadas siguientes gracias precisamente a uno de sus redactores: Lázaro; acompañado en la misión de difundir las virtudes del poeta palmense por un significativo grupo de literatos, tanto del ámbito académico como del editorial. La bibliografía canaria de los últimos cuarenta años del siglo XX testimonia el propósito. Gracias a ellos, el protagonista de estas páginas llegó al siglo XXI situado en lo más alto de las consideraciones líricas del hispanismo; una posición que, en la actualidad, en las dos décadas y media de la vigésima primera centuria que llevamos, no ha variado. Por eso, aunque se demorara más de lo esperado (o de lo razonable), nunca se dudó de que en algún momento se produciría la proclamación de Alonso Quesada (Rafael Romero Quesada) como autor de referencia para el Día de las Letras Canarias (21 de febrero); y, de paso, gracias a esta circunstancia, para todo lo que, a lo largo del año, representa nuestro orbe literario más próximo por afinidad cultural. Ha tardado el nombramiento, sí, pero por fin se ha producido y lo ha hecho en un momento muy oportuno: en 2025, cuando se cumplirá el 4 de noviembre el primer centenario de su muerte. Ha sido esta una felicísima decisión gubernativa que merece ser aplaudida y, en consecuencia, refrendada con toda clase de iniciativas que favorezcan el fin último que se propone con el merecido homenaje colectivo: que los canarios de hoy en día no olvidemos a quien tan bien supo, hablando de sí, hablar de nosotros.
Acogidas desde mediados del pasado año al aura de la efeméride prevista y de otros impulsos editoriales de naturaleza «poética», «universitaria» y «palmense», la modesta y dispersa antología literaria que configura el primer tramo de este libro y la reconocida como sucinta e inquieta cronología que la precede —que también tiene lo suyo como florilegio— fueron adquiriendo sus pretensiosas formas atendiendo en todo momento a lo que representaban como experiencias de lectura, experimentos de editor, exabruptos de juntaletras, exaltación de admiraciones, excepciones filológicas, excursos irritables, etcétera.
En este peligroso bordeo del desatino anduve hasta que hallé lo que necesitaba: la extensión del fenómeno literario a otras artes y ninguna más acorde a ese espíritu alonsoquesadiano presente en el quehacer que la música, la única manifestación humana capaz de plasmar a la vez la amargura y la resignación, el deseo y la frustración, la compleja sencillez de la vida y la liberadora desesperanza que provoca la muerte. Entre poetas y músicos —reconozcámoslo ya— todo es comprensión. La palabra del autor que nos ha llamado hasta estas páginas se abraza a los acordes, compases, ritmos y cadencias de su homólogo: Héctor Muñoz García. Y los dos —poeta y músico, músico y poeta—, en sus expresiones subliminales, quedan situados en dos frentes, con una mirada alternativa y, en cierta medida, dilemática a una u otra antología, como recoge la propuesta pictórica de Patricia D. Franz Santana, que completó la terna de este camino con un cuadro que nos habla de bifurcación, de movimiento bicéfalo, indistinguible en su conflicto, como fue el que representó la vida de quien se dividía entre el estar de Rafael Romero Quesada y el ser de Alonso Quesada; y, además, en este volumen, entre la palabra llana, seca, cotidiana, sufrida —la antología dispersa— y la excelsa —la antología musical—. Así, desde nuestras rutas particulares, llegamos el poeta, el músico, la pintora y un servidor a este camino que, como todos en la vida, ha mirado siempre al horizonte más reconfortante: el que conceden las experiencias compartidas envueltas en la felicidad de las horas dedicadas al trayecto.
Para concluir, dos reconocimientos: por un lado, al ciudadano Rafael Romero Quesada, también conocido por la querencia y la admiración como Alonso Quesada, al hombre y al poeta, haz y envés de una misma moneda lírica que supo registrar la angustia del ser insular en un momento concreto de nuestra historia, y hacerlo de tal modo que aún perdura la profundidad candorosa, irónica, amarga…, de sus versos en nuestra cotidianeidad, se hayan o no leído, asimilado, interiorizado, adherido a nuestra idiosincrasia; por otro, a cuantos con abnegación y generosidad han labrado las tierras editoriales, culturales y educativas en el último siglo para que siguiera vigente la figura del autor de los dos títulos en los que se amparan esto que frente a ti humilde se muestra: 'El lino de los sueños' (1915) y 'Los caminos dispersos' (1944). No basta la voz, hace falta el eco.
2. En el lino del tiempo
[…] Es posible que aún haya algo nuevo que apuntar sobre la vida de Alonso Quesada que resulte significativo para entender más y mejor su producción literaria, incluso para incrementarla si el hallazgo viene en forma de poemas o de textos en prosa ignorados hasta ahora. Ojalá se dé a conocer algo nuevo; y si es pronto, mejor que mejor. Ya me gustaría a mí que estas páginas aportaran algo de luz documental sobre la biografía y la obra del poeta, pero justo, honesto, razonable, es admitir que nada de esto hallará quien se acerque a estas páginas. Lo siento. Sí encontrará, en cambio, una manera de acercarnos a sus versos, un enfoque distinto al habitual, una mirada que responde a una perspectiva particular de lector que puede tener alguna validez, tanto si se opta por secundarla como si se considera mejor su descarte. Un faro, de un modo u otro, ayuda a visibilizar tanto lo bueno como lo malo.
En lo tocante a los artículos sobre el poeta, mi interés se ha centrado en conocer y, de paso, compartir contigo la consideración que se tenía hacia Rafael Romero Quesada en vida del poeta; de ahí que me haya inclinado por buscar, ante todo, piezas periodísticas que bien pudo leer él y quienes habitaban a su alrededor —familia, amigos, compañeros de trabajo, vecinos, lectores conocedores de su trayectoria—. ¿Alguna vez fue consciente de la admiración, respeto y gratitud que cosechaba entre sus próximos y, por extensión, entre sus coetáneos, principalmente entre aquellos que tuvieron a bien reflejar la felicidad poética e intelectual que suscitaba con la firma de crónicas, discursos, reseñas y artículos que han llegado hasta nosotros mostrándose tan actuales y luminosos como cuando aparecieron por primera vez?
¿Volver otra vez a Alonso Quesada tras todo lo que ya se ha dicho y publicado? Sí, por supuesto. El camino hacia el poeta, aunque sea compartido, siempre es un viaje personal que, iniciado, mantiene la frescura y el arrobamiento de las primeras veces; de ahí que siempre apetezca retornar con él a su casa, a su oficina, a los periódicos, a las calles, a los afines…; en suma, a esa palabra suya poética que, como ya se ha dicho, hablando de sí, habla de nosotros.
3. Una Antología Dispersa
Versos compone el poeta que a su ego satisfacen: se libran del fuego, de la quebradura se salvan. Con escritura caminante, articula el puzle de los renglones como buenamente cree saber, con el afán de que perduren y con la esperanza de una lectura cuya magnitud le resultará, en el fondo, ignota, aunque algo le llegue a su entendimiento entremezclado con los afectos de amigos y conocidos. Arma el discurso con ese anhelo lingüístico —tan propio de traductores— de reflejar, con la mayor precisión posible, el dictado ajeno, pues qué es el numen si no: un desdoblamiento que convierte al oficinista, al único varón en una casa —canaria, urbana, de clase media-baja, de principios de siglo XX— compuesta por mujeres, a un remedo cervantino en esto y en tanto, en un ente lírico que alcanza su razón de ser con la escritura y la necesidad de testimoniar una inquietud que, a ojos de legos, es manifestación intrascendente.
Manuscribe primero. Quizás incluso llegue a mecanografiar la transcripción. Seguirá luego lo de siempre: el trazado de rayas, el apunte de palabras sobre palabras, las correcciones. El sempiterno debate de dónde termina la errata y comienza el error, y viceversa. Vendrán luego los trueques: una pieza por otra o, con tachones, a cambio del vacío. Resolución de contratiempos: alterar lo que al principio se pensó que era válido. Y un día dice: «Se acabó». O «basta». El mármol sobrante del bloque ha sido eliminado, diría Miguel Ángel: emerge ante los ojos del intérprete el poema. Por reiteración en el proceso, surgirá la obra. Su legado.
La guardará en un sobre o en una carpeta, en un cajón, en un armario, en alguna maleta donde haya hueco, por si toca emigrar —¿Madrid?, ¿Barcelona?, ¿Buenos Aires?—. En el cementerio del despacho, yacerá. Con el tiempo, por insistencia, multiplicada: las obras. La inercia del desconocimiento y la mala suerte alientan la inmovilidad. Algunas estrofas lograrán mostrarse al público, que las acogerá con afecto, con aplauso, con múltiples parabienes, con efusivo interés por disponer de otra oportunidad para seguir disfrutando de otras similares labradas con su primor poético. Pero, como en todo, llegará la muerte y, con ella, la desidia del olvido; y, con ella, el aplazamiento; y, con él, la relegación del panteón.
Mas alguien —cansada, por fin, Tique de su inclemencia— recordará que, y le vendrá a la memoria también que, e irá a, y preguntará por; y logrará que se busque en la habitación aquello. Lo removerán todo, lo cambiarán de sitio. En el ánimo intelectual —incluso emocional—, una voz: «escudriñamiento». El deseo del conocimiento y la suerte alientan la movilidad. Se hallarán las hojas, ensobradas, encarpetadas, encajadas, encajonadas, tras abrir el armario, y la maleta, y lo que fuera que hiciera de tumba. Abierto el sepulcro, vistos los restos, estén como estén, un nuevo hálito de vida reciben. Se depositará el galardón del talento en manos afectuosas, de confianza: las de un albacea de la poesía —el editor—, que dictará instrucciones a unos y otros para la posteridad, pues aquello que sujeta es un billete colectivo para la inmortalidad. Cuando dentro de un siglo, dos, tres…, algún curioso pregunte por ellos tras hacerlo por el poeta y su legado, sus nombres de albaceas, notarios, sepultureros y resucitadores volverán nuevamente a mostrarse; y a la gratitud debida al vate habrá que unir la que merecen quienes han hecho posible que aquello no siguiera ignorado.
Accede el lector —libre— a los versos como buenamente ha querido. Escoge. ¿Piezas enteras? Sí. ¿Piezas sueltas? También. Porque así se escribieron los versos, palabra a palabra, línea a línea, estrofa a estrofa. El todo y las partes. El conjunto y el detalle. Entre el fluir extenso de una lectura que, con su comienzo y su final, determina una totalidad cognoscitiva, en un momento; y, en otro, el instante refulgente que detiene el curso del río, lo desvía, paraliza el tiempo, concreta la atención, predispone el suspiro y anima al subrayado, emulación del grabador de sepulcros. Porque la poesía es eso: un instante memorable. Un hallazgo diminuto, feliz, inesperado, repentino, particular.
Pertrechado con sus licencias —desembarazado, sin ortodoxias—, corta, dispone, figura, proyecta, escoge, asimila, comparte… Dispersa el conjunto para amoldarlo a la experiencia, una suerte de camino compuesto por trechos, compuestos a su vez por pasos, compuestos a su vez por lo que se dice y perdura, y lo que se silencia, aunque sea posible conocer más allá de los márgenes del singular y personalísimo periplo lírico que hoy, ahora, aquí, así, recogen unas páginas, estas.
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