Hace unos cuantos años, en una tertulia literaria entre jóvenes autores, el poeta Luis Natera Mayor explicó que el proceso de escritura se podía sintetizar básicamente a dos movimientos, dos momentos que me ayudaron a entender ya no solo la escritura ajena sino la que tenía que forjar uno mismo como joven poeta: por una parte, se encontraba la intención sobre una idea poética y su posterior ejecución, que venía a corresponderse con el proceso de escritura.
Evidentemente, ambos momentos son mucho más complejos, pero, siendo Luis Natera en aquel tiempo ya un reputado autor –con 'Agrimensores de la bruma' entre sus obras– y también docente, seguramente estos dos conceptos eran más que suficientes para que los asistentes entendiéramos –o por lo menos nos acercásemos a comprender– que la poesía está presente mucho antes de poner la mano en el papel y abrir la puerta «al otro lado», como dijera Manuel Padorno.
En este sentido, 'Tejiendo sombras' tiene bastante de ambos movimientos, pues en la primera lectura del poemario se detecta un planteamiento previo sobre la gestación del libro que nos ocupa. De hecho, el mismo título revela las intenciones del autor al «tejer» –sea, interconectar– una serie de composiciones que reciben el nombre de «sombras». Así, las citas de Pino Ojeda y Basilio Sánchez son parte de la poética del libro al establecer la necesidad de ser «signo de ave» y de definir dichas composiciones como «sombra amarilla», con lo que se sugiere no solo la tipología de estas composiciones sino de su carácter místico, tal y como reza el poema 'Mística sinrazón' ( «Mística sinrazón / de la tarde violeta / entre tus manos»).
Y es que este tipo de naturaleza resulta palpable desde el momento en que la voz poética proyecta la mirada no solo hacia el exterior sino también hacia su propia condición como generador de sombras. En este sentido, se observará desde los primeros textos una dualidad entre luz y sombra materializados en los momentos del día que tiene mucho que ver con la poética de santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, si bien, en vez de generar una desconexión del mundo para entrar en la noche, la voz poética necesita de la conexión con el mundo para evitarla o transitarla a través de referentes acordes a la luz, como ocurre con la luna («Se me rompe la luna / auscultando la tarde» o «Parece que hubo un barco / que olvidó algunos puertos / con la luna a babor»).
Así, en los primeros textos se detecta los principios que forman dicha red: hablamos del poeta como un intérprete («interpreto / las sombras que palpo en las esquinas») que recoge aquello que contempla; además nos escribe sobre la ceremonia caballeresca de velar armas, aludiendo con ello a una penitencia que se ha de cumplir durante la noche («Velo sin armas / mientras nadie pasa») y, aunque no ocupa lugar en el presente trabajo, se ha demostrado fuertes relaciones entre algunos protocolos de la literatura caballeresca y el hecho místico en sí.
Igualmente se establece un espacio en los que ha de ocurrir estos procesos: el más frecuente es el de una casa que ha de estar siempre abierta para la absorción de vida y luz a diferencia de un interior que en muchas ocasiones está vacío («Hay hibiscos y mirlos en el patio. […] Dentro no hay pan ni agua»). De la misma manera se genera ciertos 'locus amoenus' como ocurre con el texto 'Ciudad jardín' y que representa de mejor manera la conexión entre ambos lugares: «[…] Lenta la vida, pródiga y difusa, / regada y en reposo / como en sopor urbano, / como una nube dócil / que transparenta el cielo».
Pero el espacio no solo se atiene a elementos basados en la realidad. También es signo cuando la voz del poeta hace uso de la palabra para crear un lugar metafísico. De hecho, en el poema «Pequeño mundo» llama la atención el uso reiterado de la preposición «entre» para tal fin («Siempre entre dos solemnes argumentos / entre dos árboles, entre dos orillas»). De la misma manera, se hace patente este uso en el poema 'Entre sombra y sombra' que incide en la intención del poemario en cuanto a la relación entre los textos («Puentes y manos / en ofrecida mudez, en clara / actitud de entrega»).
Sin embargo, son dos las composiciones que muestran estos espacios en su máxima expresión: el primer es 'Arco iris', lugar de total pureza y mixtura perfecta que no es apta ni siquiera para los seres humanos («este arco iris nos mira, / es demasiado celestial / para nosotros los humanos»).
El otro texto, 'Un lugar sencillo', nos vuelve a la imagen de un emplazamiento en el que «sus habitantes, pacientes y apartados / pueden optar entre el fuego interior / y la contemplación del mundo», así como también soportar la tempestad sin que por ello se desvanezca la luminosidad de la propia naturaleza («Mañana habrá pasado la tormenta / sin que la luz difusa / del paraje haya muerto»). Ante esto, no podemos desdeñar el texto 'Impresiones' por la alusión al espacio del hogar y que tanto nos recuerda a La casa encendida de Luis Rosales («Desde el mundo se abren las ventanas / de tu casa interior»).
En relación con la tormenta, Luis Natera procura siempre movimiento en sus poemas a través de los elementos naturales. Es el caso del agua, que, aunque en 'Tejiendo sombras' aparece el río como metáfora de la vida, es la imagen de la lluvia la que más ahonda en el sentir del poeta, un agua que no viene de ningún lugar sino del cielo, lo que intensifica su valor cuasireligioso. Ocurre así en el texto 'En la rutina del agua' que desarrolla una genial mixtura entre agua y luz a través de la imagen del relámpago («Se encendió la luz / en la rutina del agua. / En el aire un relámpago / cambió la ruta de los pájaros»).
De igual manera en el bello poema 'Llueve sobre el amor' se indica que el preciado líquido es un manto que acrecienta la virtud del amor («Llueve sobre el amor / más agua y más agua»). En el mismo hilo, también la voz poética nos pone en claro qué ocurre cuando el agua –siempre dinámica, siempre llena de vida– es detenida, como ocurre en 'Inviernos' («Deslizan sobre el agua su bagaje de frío / y anidan en la noche / sin el amor de nadie»). Asimismo, tal y como nos expusiera el filósofo Gaston Bachelard en 'El agua y los sueños', este elemento es proclive a crear una mezcolanza junto con la natura, aspecto del que es consciente Luis Natera en el poema 'Cuando llueve' («Cuando llueve / se produce una alianza misteriosa / entre el agua y las cosas»).
Con el fuego ocurre otro tanto de lo mismo. La imagen marcada positivamente es el sol, pues lo ilumina todo y procura «certeza», como se ha indicado, y que conecta sorprendentemente con el primer verso de 'Don de la ebriedad' de Claudio Rodríguez, «Siempre la claridad viene del cielo». En esta ocasión, el sol también es movimiento: aparece momentos del día como la mañana, pero la voz poética se vuelve machadiana y no son pocas las alusiones a la tarde, quizás aludiendo a la vejez («[…] Está siendo la luz / acariciando el muro / y este libro y la madera robusta / que sostiene la tarde»). Así, nos detenemos en los primeros versos de 'Sol de enero', ya que conecta nuevamente con la idea de la casa encendida: «Con este sol de enero / hallo consolación en el paseo, / dejo que me recubra / con su calidez única, / mientras vuelvo a la luz / encendida de casa».
De esta manera, el fuego llega a un proceso de mitificación a través de 'Egipto', en el que se alude al dios Ra y que confluye con la imagen del río –siempre agua en movimiento–, produciéndose así una nueva mixtura entre luz y agua («Un disco solar pone acento de vida / al paso de la barca sobre el río»).
Por último, debemos nombrar uno de los varios los entes que habitan el tejido que urde Luis Natera en el poemario. Hablamos de la imagen del árbol –en íntima conexión con la cita de Basilio Sánchez–, que se corresponde analógicamente con el poeta. Dos son los textos que nos interesan por la honda cohesión con los elementos de la luz y el hogar que ha ido mostrado en el libro, siendo el primero 'Palmera en mi ventana' («A veces la miro con amor / y ella se enciende / como la luz de casa»). El otro es 'Naranjo', también en relación con el día y en conexión también con el agua («No rama ni raíz / este naranjo es un rumor / de oro tostado, rey sin corona del patio recoleto, / agua para tus manos»).
En suma, leer 'Tejiendo sombras' de Luis Natera Mayor es también navegar en un conjunto de elementos que giran en torno a una singladura mística particular, pues el poeta no desea sino crear una comunión con las cosas a través de la contemplación. Lejos de ser «la noche oscura del alma», se trata de un poemario que está en constante movimiento –sin bien ya indica la poeta Berta García Faet en 'El arte de encender las palabras' que la poesía es movimiento–, pues, aunque la voz lírica es consciente del paso inexorable del tiempo y la inevitabilidad de la muerte, nos invita a una especie de carpe diem en comunión con la ascética. Al hilo, el fuego y el agua, representados mayormente con la lluvia y el sol, juega en precisa contención con los espacios creados por el yo lírico; espacios que proveen la conexión de este mundo poético. En este sentido, como tejido que es, nos hacen partícipes y nos convierte en uno de esos habitantes en los que, como se ha escrito, podemos optar entre consumirnos a través de nuestro fuego interior o dejar que la lluvia nos empape de amor más allá de la noche.
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