Podría resultar redundante que a quienes desarrollan su profesión en una institución orientada a la excelencia como la universitaria pueda calificárseles como excelente. Pero es ... indudable que Yolanda Arencibia es una de esas profesoras e investigadoras que han dejado huella. Licenciada en Filología Románica por la Universidad de La Laguna, su andadura profesional se encaminó primero a la enseñanza de la literatura española en el Bachillerato y enseguida, cuando empezaron a desarrollarse en nuestra isla las instituciones educativas que acabarían confluyendo en la creación de la ULPGC, al Colegio Universitario de Las Palmas, una de cuyas cuatro divisiones académicas, la de Filología, dirigió, desempeñando una tarea que, como ella misma contaba, iba más allá de la pura docencia, llegando incluso a prestar sus libros, de los que estaba aún casi desprovisto el Colegio, a los estudiantes. En aquel modesto centro universitario cuajarían relaciones de amistad, compañerismo e incluso magisterio con quienes luego serían sus colegas o discípulos. Allí se acrisolaron también sus aptitudes para la organización y la dirección de las que hizo gala cuando, creada ya nuestra universidad, se le encomendó dirigir la Facultad de Filología, de la que fue decana durante diez años y su primera catedrática. Como decana la conocí yo, precisamente, cuando, procedente de una universidad de la Península, en el día de mi incorporación, me recibió un momento, porque estaba siempre ocupadísima, y me dijo, sin preámbulos: «¿Vienes para quedarte?». Yo, descolocado, le dije que sí, y ella me replicó: «Pues considérate ya en tu casa… y espero que des entre nosotros lo mejor de ti». Así era Yolanda.
Durante muchos años, además de dirigir la Facultad con mano firme, consolidando los estudios de Filología en la ULPGC, enseñó literatura española, dirigió varias tesis, encandiló a muchos estudiantes con Galdós y otras figuras de nuestra literatura que eran especialmente de su gusto, dirigió, desde su creación en 1995, la Cátedra Benito Pérez Galdós y ejerció una intensa tarea investigadora, que hizo de ella una especialista galdosiana reputada internacionalmente.
«¿Vienes para quedarte?». Yo, descolocado, le dije que sí, y ella me replicó: «Pues considérate ya en tu casa…»
Tras su periodo como decana, dejó durante algún tiempo la universidad, para ocuparse de la consejería de Educación del Cabildo de Gran Canaria. Tras el desempeño de este cargo, regresó a su actividad docente, aunque comentó alguna vez que el perfil del estudiantado había cambiado y que le había costado adaptarse. Pero fue, seguramente, cuestión de poco tiempo, porque enseguida la vimos enfrascada con su energía proverbial en sus tareas docentes e investigadoras, mientras gozaba de una reconocida autoridad moral en el que siempre fue su centro, además de un merecido reconocimiento social y académico, convirtiéndose en catedrática emérita, miembro de la Academia Canaria de la Lengua e hija predilecta de Las Palmas de Gran Canaria.
Podría pensarse que, después de tanto trabajo y tanto esfuerzo, la jubilación la ralentizaría y la invitaría a disfrutar con calma de la vida dejando a un lado los quehaceres profesionales a los que tanto tiempo había dedicado. Pero no fue así, y no resultó una sorpresa para nadie la concesión del prestigioso Premio Comillas 2020 de Historia, Biografía y Memorias por su libro Galdós. Una biografía, una obra verdaderamente esencial.
Las universidades se valoran hoy, en buena medida, por criterios numéricos y fríos como las posiciones en los rankings, los fondos externos que atraen, el número de artículos en revistas de primer cuartil… y quizás en eso las universidades pequeñas y jóvenes juguemos en desventaja. Pero, al menos en el ámbito de la Filología Hispánica, haber podido contar simultáneamente con el magisterio de figuras, entre otras, como José Antonio Samper, Maximiano Trapero, Eugenio Padorno y, por supuesto, Yolanda, estoy convencido de que habrá sido un auténtico lujo para muchos antiguos estudiantes que estarán ahora leyendo esta página, y pensando, quizás, que, ni el hábito hace al monje, ni otra cosa que los buenos maestros hacen buena una universidad.
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