icen que cualquier tiempo pasado fue mejor. Una afirmación que, para un optimista como yo, resulta una rémora. Sin embargo, es un hecho que aquellos ... creadores irrepetibles que formaron parte de la llamada 'vieja escuela' se nos están yendo en un doloroso goteo. Nos queda, eso sí, el consuelo de haberlos disfrutado y del impagable legado que han dejado a su paso. Un tesoro que, como tal, debemos preservar, mimar y divulgar.
Hablar de Vargas Llosa sería incidir en lo mucho que se conoce sobre su figura. Ríos de tinta que, especialmente con su partida, aumentaran el caudal de un grande de la literatura universal. Por ello, a través de estas líneas, no me centraré en Vargas Llosa sino en don Mario. La persona con la que tuve la suerte de compartir cinco días en el año 2007.
Meses antes, entre Pedro Luis Rosales y José Manuel Soria habían decidido que yo, con apenas 30 años, y como coordinador de Cultura y Patrimonio Histórico del Cabildo de Gran Canaria, me ocupará de preparar el I Foro Literario Vargas Llosa. Para ello debía coordinarme con Juan José Armas Marcelo, que sería el director del encuentro, y ponernos manos a la obra.
Se trataba de crear un foro internacional, con la Casa Museo Pérez Galdós como sede, ya que el foro estaría organizado por el Cabildo de Gran Canaria, junto con la Comunidad Autónoma de Madrid; con el apoyo de la Fundación Arpegio y la Fundación Ortega y Gasset.
Con todas las ganas del mundo, en meses lo tuvimos organizado, prestando igualmente atención a destacados autores canarios. No en vano, no fue casualidad el encuentro del martes 6 de marzo: «Los novelistas canarios y su lectura de Vargas Llosa». Se daba la circunstancia de que, además de haber impulsado la ampliación de la Casa Museo, la habíamos inaugurado precisamente la primera semana del mismo 2007, agregándose 1.480 metros cuadrados de superficie, casi el triple de lo que fuera la casa original de don Benito.
Coincidía, también, con que ya habíamos empezado la edición de la obra completa de nuestro escritor grancanario más universal, bajo la batuta de la excelente investigadora y recientemente desaparecida Yolanda Arencibia. Una grande, con todas las letras.
Sin duda, todos estos eran argumentos lo suficientemente solidos para que el foro de un autor que, por aquel entonces, estaba en todas las quinielas para ser Nobel de Literatura, tuviera lugar en nuestra capital.
Con estos mimbres me planté en el Aeropuerto de Gando el domingo 4 de marzo de 2007, por la tarde noche.
Ni corto ni perezoso, pedí a los policías pasar para ayudar a don Mario y su esposa, doña Patricia, con sus equipajes. No les dije de quién se trataba, solo que debía ayudar a dos personas. Apenas caminé unos metros y me los encontré esperando a que llegaran sus maletas. Ella ojeaba un pequeño cuaderno, como si tuviera anotadas cosas importantes que debía hacer con premura, y él, erguido, concentrado, no despegaba la mirada de la cinta. Me presenté y, enseguida, se relajaron. Sumamente educados, transmitían serenidad. Fuimos al coche y en el trayecto a Las Palmas capital dejé que hablarán entre ellos. De hecho, los primeros kilómetros los dedicaron a sus hijos. Con los días, lo volvieron a hacer. Se notaba que mantenían una estrecha relación con su prole. Incluso, en una ocasión hablamos del nombre de su hija Morgana. En cualquier caso, durante esos primeros minutos, no me atrevería a decir nada. No obstante, él comenzó a preguntarme sobre el siguiente día. Se notaba que le gustaba tenerlo todo controlado y organizado. Patricia, a su lado, iba apuntando en su cuaderno. Tan metódica o más que él. Llegamos al Hotel Santa Catalina, acordamos una hora para vernos a la mañana siguiente y, entonces, don Mario me preguntó si quería tomarme algo antes de irme. Lo agradecí, pero, obviamente, lo rechacé argumentando que era tarde y debían estar cansados. Y, ciertamente, lo era y lo estaban; pero su propuesta me pareció un bonito gesto.
A partir de esa noche y durante los días que duró su estancia podría decirse que fui su acompañante la mayoría del tiempo. Lo suficiente para que me dieran conversación en los trayectos en los que íbamos en el mismo coche. Nunca la empezaba yo; me limitaba a saludar y preguntar cómo estaban para no invadir su espacio.
Don Mario, al saber que investigaba sobre Shakespeare, empezó a bombardearme con preguntas. También quiso saber el origen de mi interés por el escritor inglés. Le hablé de mi padre, de los años que mi familia vivió en Londres, y todo le empezó a cuadrar, hasta el punto de que siguió indagando en el fenómeno de los exportadores canarios en Reino Unido. Ocasión que aproveché para hablarle de los empresarios teldenses y para aclararle que se trataba de la ciudad que habíamos pasado de camino desde el Aeropuerto el primer día. También doña Patricia mostró interés por los exportadores. Luego, volviendo a Shakespeare, don Mario me pidió tener un ejemplar de mi obra sobre el autor inglés. Podría haberle dado cualquier excusa, pero, en el fondo, quería que la tuviera. Aún así me resultaba extraño que yo le diera una obra, con lo que tomé los libros que tenía en casa escritos por don Mario y, al regalarle el mío, le pedí que si me hacía el favor de dedicar a mi padre, lector empedernido, un ejemplar de 'La verdad de las memorias', otro de 'Travesuras de la niña mala', y otro de Conversación en La Catedral'. De hecho, ahora que escribo esta carta, los tengo justo frente a mí, ya que, junto con una foto en la que estoy con don Mario, ocupan un lugar preferente en mi escritorio. Yo, con tres suyos, él con uno mío. En cierto sentido, era una manera de dejarle claro que era consciente de que mi obra no le llegaba ni a la suela de los zapatos a la suya. Porque seré optimista, pero también realista.
Día y medio más tarde, sin esperármelo, don Mario me indicó que no le había gustado lo que yo decía sobre él en mi libro. En realidad, simplemente aclaraba que no estaba de acuerdo con algo que él había escrito sobre una pieza de Shakespeare. Poco más. Lo suficiente para que don Mario lo sacará en una conversación que empezó por Las Arenas y terminó al llegar a la Cueva Pintada de Gáldar. Un emplazamiento que, por cierto, le resultó especialmente interesante. A Patricia también. Ciertamente, ella se mostraba muy observadora y detallista. Preguntaba menos, pero en cada consulta se apreciaba un carácter deseoso por aprender de todo y con un bagaje cultural muy sólido. De ahí que, al hablar, encontrará la manera de comparar aspectos de distintos ámbitos de una forma muy interesante.
Aprendí, mucho. No sólo por lo que me contaron o compartieron, sino también de su educación, respeto, sobriedad, y, sobre todo, su humilde interés por conocer lo que otros pensaban y por todo aquello que era nuevo para ellos. Mantuvimos el contacto durante un tiempo, pero los años pasan y, con ello, mil y unas nuevas responsabilidades terminan ocupando nuestras vidas. No obstante, puedo afirmar que esos días siempre serán para mí tan imborrables como la tinta de su pluma en los ejemplares que me dedicó.
Descanse en paz, don Mario.
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