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M. Reyes
Los Llanos
Domingo, 14 de noviembre 2021
La odisea para llegar a las plataneras de la costa comienza en Los Llanos de Aridane, bien temprano, cuando la ciudad se despereza y el eco de los temblores aún resuena en la madrugada. La camioneta avanza sobre el manto de cenizas. Atrás quedan señales de peligro y de prohibido aparcar, el ajetreo de los operarios de carreteras y montañitas de arena que se acumulan en las cunetas. Un polvillo negro que se ha convertido en la medida de todas las cosas desde la erupción del volcán de Cumbre Vieja el pasado mes de septiembre. Al menos en el suroeste de La Palma, donde la lava sigue empeñada en aislar poblaciones como Puerto Naos, La Bombilla o Las Hoyas, un triángulo de tierra ganada al volcán de San Juan en 1949 que alberga las mejores fincas de plátanos de toda Canarias. Hasta allí, muy cerca de la cascada de fuego que ahora cae al mar en la playa de Los Guirres, se dirige el agricultor en su Toyota.
No es tarea fácil entrar en la zona de exclusión para llegar hasta la propiedad, más aún si trabajas la tierra y sólo tienes una fanegada de plátanos que está a 400 metros de ser engullida por la lava. Pero allá va Agliberto Sánchez Ramos, rumbo a Las Hoyas, en su vieja camioneta. Está preocupado por sus plataneras porque hace 50 días que no las riega. También por su futuro. La colada de Los Guirres, entre los municipios de Tazacorte y Los Llanos, permanece parada frente a su finca, como un ejército de mil toros que aguarda la señal del capote rojo, con sus 100 metros de altura y ese negro intenso de la roca al nacer. Así está la cosa en la costa. Su futuro y el de sus dos hijas y el de los tres hermanos, porque sus padres, Arnaldo y Meme, que siguen en vilo la evolución de la contienda, compraron la hacienda con el sudor de 31 años en Venezuela.
Allá emigraron por culpa del volcán de San Juán, que estalló en el 49 y creó la plataforma sobre la que ahora crecen los mejores plátanos de la Isla, porque ese malpaís se rellenó con tierra del monte, extraída camión a camión de una montaña de El Paso, tanto que las mordidas de las palas excavadoras aún resultan visibles en la ladera. Aquí volvieron Los Sánchez para cultivar la tierra y darle un porvenir a su familia. ¿Quién podía imaginar que la Cumbre que parió Las Hoyas estaría 72 años después a un paso de destruirla? «Lo que la lava te da, la lava te lo quita», reflexiona el mediano de los tres hermanos, Carlos, mientras despacha un trozo de pizza en un restaurante de Los Llanos. Le acompaña Roberto, el pequeño de esta saga familiar concebida en la fragua de la inmigración. Porque sí, en esta historia también hay espacio para la reflexión sin amargura y el palmero, desde que la ceniza proporciona una tregua, sale a la calle a tomarse el barraquito, a jugar la partida de dominó o a platicar en la esquina de siempre. Porque la alegría de vivir no se detiene en la Isla Bonita.
Así que Agliberto, el hermano mayor que se ha hecho cargo de la finca, no se queja, tampoco se lamenta, sólo mira de reojo el penacho de humo gris que crece a su derecha, inmenso, muy cerca de donde paran los turistas para ver el volcán desde Tajuya. Su camioneta atraviesa en ese momento el municipio de El Paso, porque la carretera a La Laguna sigue destrozada por la lava y hay que ir al otro lado de la Isla, o sea, hacia Santa Cruz, para llegar a la costa del Valle de Aridane: primero Las Breñas, luego Mazo, después Fuencaliente, Las Manchas y Todoque, localidad esta última que está arrasada por la lava o, en el mejor de los casos, sepultada por un mar de cenizas.
Son casi dos horas de recorrido hasta Las Hoyas desde la ciudad de Los Llanos, a veces más si hay colas por la afluencia de afectados o los controles de la Guardia Civil, dos horas por una tortuosa carretera de montaña que desemboca en un panorama desolador, apocalíptico casi, más propio del Mordor del Señor de los Anillos que de los bellos paisajes de La Palma, tan verde siempre, con su caldera en Taburiente y la cascada de colores en Las Angustias, las casitas de techos de teja, sus puros artesanos, ese hablar alegre de la gente, las salinas, los postres de Matilde Arroyo, las piscinas naturales en esa costa negra de abruptos acantilados…
La camioneta acaba de pasar el control de la Guardia Civil que está en Fuencaliente, donde tres agentes piden el DNI y comprueban que los conductores y sus acompañantes están autorizados para entrar en la zona cero. Es el tramo final, el descenso a los infiernos, porque a la altura de Las Manchas todo está tiznado o cubierto por las entrañas del volcán, incluso hay que poner la reductora para sortear la ceniza amontonada en los tramos más empinados del camino. Restaurantes míticos como Bodegón Tamanca y El secadero, cunas del chicharrón, la carne y el buen vino, permanecen enterrados en ceniza, los dos cerrados por su cercanía a la colada que dilapidó Todoque y que ahora se ha quedado a las puertas de Las Manchas. Son más de 3.000 las edificaciones dañadas o arrasadas por la lava en su caprichoso recorrido por el valle, con 7.000 evacuados y más de una hectárea de terreno cubierta por las coladas.
También sobrecoge ver a los vecinos encaramados a los tejados de sus casas para quitar la arena con palas y cepillos; o a los militares que limpian a pleno sol la ceniza de los caminos, de los parques, de las plazas… De pronto surge de la nada una gasolinera anegada por la tierra que expulsa el volcán, con montañas de ceniza por todos lados menos a la entrada y la salida. Sigue abierta porque allí está la Unidad Militar de Emergencias (UME), con sus coches blindados más propios de la guerra, las excavadoras y esa voluntad marcial de mantener los surtidores en funcionamiento, quizá por su valor estratégico para suministrar combustible a la maquinaria pesada que trabaja en la zona. La sensación de caos es total.
Más abajo, casi ya en Puerto Naos, mientras los drones despegan desde el mirador para grabar la lava de Los Guirres, dos tractores empiezan a desmontar el terreno para hacer la nueva vía que conectará la costa con la carretera general, cuya finalidad es facilitar el acceso en menos tiempo a las áreas restringidas y no dejarlas incomunicadas por el volcán. Los trabajos se ejecutan a la altura del restaurante Las Norias, antes de llegar a la subida por Todoque, la cual ha sido cerrada por su proximidad a una de las coladas. Allí, a menos de 10 metros de la lava, malviven varias colonias de gatos. Algunos buscan comida en las pocas casas que quedan en pie, otros reposan tranquilos sobre el manto de cenizas. «Hay uno blanco que tiene toda la espalda quemada», relata un operario de carreteras.
Varios invernaderos, además, han comenzado a ceder ante el polvillo negro que expulsa el volcán. Sus estructuras son un amasijo de hierros que se entremezclan con las plataneras y con los racimos sin cortar. Por eso muchos agricultores han rajado la tela que cubre la superficie, para que así la ceniza se filtre y no los derribe el peso de ésta, sobre todo si llueve, pues una infraestructura de este tipo ronda los 60.000 euros sólo para cubrir una fanegada de extensión (unos 5000 metros cuadrados). Esto lo sabe Agliberto Sánchez, que se lleva las manos a la cabeza al comprobar los estragos causados a los cultivos. Las plataneras están grises por la ceniza y empiezan a amarillear por la escasez de agua. «Esto se jodió, amigo», le comenta otro trabajador de la zona. Por fuera de su finca se ven piñas de hasta 70 kilos que se perderán para siempre. No puede regar porque la ceniza ha obstruido la tubería del estanque. Tampoco le dejan entrar a cortar porque La Bombilla y Las Hoyas están dentro del perímetro de exclusión. Los científicos y los militares trabajan allí estos días, en la colada que se derrama sobre la playa de Los Guirres.
Es la tercera vez que Sánchez baja a la costa para ver cómo está la hacienda familiar. Todo parece irreal, más propio de un paisaje espacial que de una tierra fértil y agradecida, con sarmientos de uva que se retuercen de dolor en los bancales situados al borde de las casas de Todoque. Pero queda aún ir más abajo, a la localidad fantasma de Puerto Naos, antes poblada de turistas y de residentes, ahora ocupada por tractores y operarios que tratan de mantenerla a flote con el trajín de las máquinas. Allí el panorama es descorazonador, más propio de una ciudad evacuada por la guerra, sin un atisbo de vida ni un fisco de esperanza, sólo cemento vacío y lagartos que corren por las montañas de ceniza.
Un poco más allá, en dirección a El Remo, operaran las dos desaladoras de emergencia que suministran agua de riego a la zona, una inversión con la que no todos están conformes. Hay profesionales del sector partidarios de extraer el líquido de las galerías ubicadas en cotas superiores, para luego regar por gravedad con un agua de mayor calidad que la extraída de los pozos de la costa, la cual, además, hay que desalarla y bombearla a una charca más alta, acciones que encarecen los costes de producción del plátano.
Esto lo sabe Sánchez, que sale de Puerto Naos con la intención de girar hacia La Bombilla y seguir hasta su finca de Las Hoyas. El aire huele cada vez más a huevos podridos y azufre, dos indicadores de que el volcán, tras unos días de menor actividad, ha vuelto a coger lucha esta semana. Ahora se ven lenguas de fuego y el agricultor lanza su sentencia: «Se te quitan las ganas hasta de entrar en la finca. No puedo cortar los racimos maduros y tampoco se puede regar porque no llega el agua. La cosecha está perdida y no sé si los plantones resistirán más tiempo así. ¿Para qué voy a la finca?», se pregunta.
Estas dudas, unidas a la prohibición expresa de acceder a Las Hoyas, hacen que desista de entrar a la finca. Sí llega hasta un estanque de su propiedad que ha cedido al Cabildo para arreglar el problema del riego, pues la mitad de las plataneras de esa parte llevan hasta 50 días sin agua, algunas incluso rozan los dos meses. Una de las coladas rompió la tubería instalada para suplir la red automatizada de riego, que quedó dañada desde el inicio de la erupción, pero aún no ha sido reparada porque falta una pieza y hay que traerla de fuera. En el estanque sólo hay electricistas, sin rastro de los obreros que deben ensamblar los tubos y poner la instalación a bombear. Todos parecen estar en las desaladoras de Puerto Naos, donde esta semana La Armada ha comenzado a llevar a los agricultores en lancha, con el objetivo de que puedan regar para mantener vivas las plataneras, porque si éstas mueren y hay que replantar, puede que no haya plátanos hasta 2024.
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