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Juan Manuel Betancor, en los micrófonos de Ecca. C7
A mi don Juan Manuel

Obituario

A mi don Juan Manuel

El Juanma que recoge este humilde texto abarca unos veinte meses entre los tres años escolares que viví bajo el techo del IES Casas Nuevas; veinte meses y un puñado de horas más que compartimos con otros entrañables compañeros

Victoriano Santana Sanjurno

Las Palmas de Gran Canaria

Sábado, 1 de marzo 2025, 11:58

Para mí, la figura de Juan Manuel Betancor León estará siempre ligada al IES Casas Nuevas: fue director de ese centro en mi periodo de prácticas docentes (1996/1997), en aquel experimento tan desconcertante como estéril del Curso de Cualificación Pedagógica, y allí también fue compañero de claustro durante mis dos primeros años como funcionario (2002/2003 y 2003/2004).

De lo mucho, muchísimo, que departimos en esa etapa iniciadora de mi trayectoria como profesor de secundaria —máxime, porque nuestras veletas ideológicas solían moverse hacia la misma orientación ante determinados impulsos ventosos de naturaleza sociopolítica—, me quedo con una conversación que mantuvimos al poco de yo aterrizar en el instituto teldense. Aún recuerdo el aula: en la planta de la entrada principal, última a la izquierda.

En honor a la verdad, ese instante no puede definirse como una charla, sino como una iluminante exposición análoga a la de cualquier maestro frente a su discípulo. Sus palabras de entonces fueron una revelación. Siempre lo he reconocido; y aunque no las haya verbalizado salvo en contadas ocasiones, he procurado que no dejaran de estar presentes en mi quehacer como docente en los últimos cuatro lustros. Llegaron en el momento justo y de tal manera que lograron un alojamiento permanente en mi concepción del tramo profesional que estaba comenzando.

Yo era nuevo en todo aquello. Muy nuevo. No solo porque venía de un ambiente académico diferente (universidad) y ejerciendo unas funciones distintas (becario de investigación), sino porque nunca había dado clases. Nunca. Yo desconocía lo que era dar clases particulares y jamás me había enfrentado al reto de enseñar a varios grupos escolares variados, a la vez y durante un extenso periodo. Mis desempeños pedagógicos se habían circunscrito hasta ese momento a las poquitas horas que di en las nombradas prácticas, a unas pocas e insignificantes de Informática en un colegio privado de Telde y a las abundantes dedicadas a charlas cervantinas —en plan veni, vidi, vici— que me entretenían desde mis años de licenciatura.

Pero la situación ahora no era igual. La estabilidad laboral, que daba tranquilidad y facilitaba el abordaje de un proyecto de vida más o menos digno, se construía sobre una ocupación que —mal llevada, peor asumida— puede suponer un largo martirio. A lo largo de dos décadas, he conocido muchos casos de docentes arrepentidos que, al no poder abandonar su trabajo por circunstancias personales, arrastran en su cotidianeidad una sensación de estar condenados que se traduce en una merma de su bienestar y, a la vez, de la exigible diligencia y eficacia profesional que han de mostrar como servidores públicos que son.

Juanma me habló de salud mental. Sí. Ya entonces me habló del estrés y de la gestión del tiempo propio; de la necesidad de tener aficiones que reconfortaran mis horas de vigilia fuera del centro; de la importancia de separar lo que se hace en el instituto de lo que se hace en nuestra vida privada, que ambos mundos han de estar aislados siempre que se pueda; y que hemos de evitar que las tareas que se llevan a casa (corregir, preparar clases, etc.) se nos descontrolen, pues el hartazgo conduce a la desmotivación y esta rompe la frescura y la creatividad necesarias en toda actividad didáctica.

Abordó la 'libertad de cátedra'. Las programaciones están y es bueno que estén; guían, orientan, pero el día a día escolar es diferente a como sus páginas pretenden que sea. Incidió mucho en esto, en la libertad: actúa como entiendas que debes hacerlo y siempre pensando en el beneficio del alumnado; y no dudes en pedir auxilio ante dificultades que te superen. Aunque en el aula seamos la autoridad y, con la puerta cerrada, lo que hagamos vaya a misa, no estamos solos. El consejo de quienes tienen más experiencia es provechoso. Enriquece los enfoques del asunto en cuestión y favorece la concepción de la solución más adecuada.

Ahondó en la equidad, una voz que para mí entonces, con mi paupérrima experiencia, me resultaba un tanto extraña dentro del marco educativo y que ahora, dos décadas después, considero clave porque implica la atención individualizada al discente y, en consecuencia, el trazado de un camino hecho a medida que le facilite su desarrollo académico y, con ello, personal. Mucho debió gustarme el término, pues toda mi trayectoria profesional se ha edificado prácticamente con jóvenes a los que, como buenamente he podido, he procurado ayudar para que pudieran o supieran recorrer esa vía particular —equitativa— que les corresponde.

Me trasladó cuál era el placer de la docencia, ese sembrar y saber que algo comestible (en consecuencia, bueno) se cosechará, aunque no sea el fruto esperado. Y me advirtió del mayor lastre que envuelve al sistema educativo: los números. No los de las asignaturas de ciencias (él daba Historia; yo, Lenguas y Literatura castellanas), sino los de las fachadas, los que sirven para que se enfrenten entre sí los políticos, los que salen en prensa; o sea, los de la administración. En otras palabras: aquellos que, de un modo u otro, reemplazan nombres y situaciones singulares por simples guarismos verdes y rojos. Nunca olvidaré su aviso: nadie te preguntará si los aprobados están bien aprobados.

El Juanma que recoge este humilde texto abarca unos veinte meses entre los tres años escolares que viví bajo el techo del IES Casas Nuevas; veinte meses y un puñado de horas más que compartimos con otros entrañables compañeros, en convocatorias gastronómicas puntuales, cuando ya andaba yo dando vueltas por el IES Antonio Cabrera Pérez y, más tarde, por el Francisco Hernández Monzón de La Paterna. Poco tiempo, sí, y muy concentrado, también; pero suficiente para fijar una huella en mi camino que aún sigo visualizando y que, grosso modo, porque el espacio así lo exige, he apuntado.

En una ocasión, tras una sesión de clase en primero de bachillerato (2003/2004), al hilo de ciertos títulos medievales abordados con el alumnado, salió en la conversada el célebre Conde Lucanor de Don Juan Manuel. Entre bromas y veras con su nombre y con el sentido didáctico de la obra, recuerdo que le dije que, por analogía con su manera de ser, estaba más próximo a Patronio que a su amo —el receptor de las consejas de su criado—; lo que suponía estar más cercano al autor de los cuentos moralizantes que a los lectores. Le recordé en ese momento el encuentro que habíamos tenido el curso anterior unas semanas después de mi llegada al instituto. De ahí surgió el que, durante un tiempo, con desenfadada complicidad, yo me dirigiera a él como Don Juan Manuel.

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