
Gente del campo
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El labrador, el segador, el marinero, el herrero se te aparecerán en la luz como los bienaventurados de un paraíso. (Víctor Hugo en 'Los Miserables')paco javier pérez montes de oca
Lunes, 21 de noviembre 2022, 11:53
Hubo un tiempo que la gente de ciudad despreciaba a la del campo a la que llamaban champurrios, mauros o destripaterrones. Eran mujeres que hacían el queso a mano cocinaban a leña o cocinillas y hombres que sorribaban la dura tierra para construir cadenas de cultivo donde se plantaba y sembraba semilla esperando la lluvia, en años de «pertinaz sequía», o regando con agua, propiedad de las heredades, vendida por azadas y repartida por los aguadores a través de las cantoneras de las que quedan restos de ruinas cubiertas de tierra y matojos. Fueron muchos los niños que sufrieron, entre las décadas de los cuarenta a los sesenta, este estigma de menosprecio y burla por parte de amigos o compañeros de escuela cuando eran pequeños emigrantes, con sus familias, porque la labranza daba para una vida de subsistencia y poco más.
Sin embargo, los antiguos urbanitas ignoraban que del agro isleño procedían las verduras, el queso fresco u oreado en los cañizos colgados en lo alto para que no llegaran los gatos, a las papas se les echaba verdín en la planta para que no se las comieran la lagarta y las frutas, del tiempo, maduraban y se cogían de los matos menos las que se perdían por el clima o se las comían los pájaros. La leche, muchas de las veces, llegaba hecha tumbos de mantequilla por el continuo zangoloteo dentro de las lecheras y movimiento de las carrocerías por carreteras bacheadas y con muchas vueltas. Gran parte de esta local producción se vendía en las tiendas de ultramarinos, de aceite y vinagre, hoy prácticamente desaparecidas que además, servían de palique de noticias, gozos y cuitas de la clientela. Y con la emigración del campo a la ciudad llegó la reconversión. Antiguos agricultores que, de la noche a la mañana, ya no vestían el típico atuendo de campesino isleño ni, por lo mismo, dejaron de usar sombrero y usaban peines para peinarse para atrás. Proliferaron las tiendas en calles de barrios de la capital lugares de la costa y ese gran sur donde ya comenzaban a broncearse gente venida del frio. Un campesino, autodidacta, lector, sabio observador de la vida y las cosas me dijo una vez que algo tenía que pasar en la mente de un hombre que de cavar la tierra y de arar con arado romano pasaba a estudiar las normas de circulación sin apenas saber juntar letras y manejar un coche con mandos de mano y relojes en el salpicadero.
Y tenía razón. Costaba adaptarse, en mente y costumbres, a las exigencias de la ciudad. Las antiguas tiendas son ya rincones de museo. Hoy se compra en supermercados o grandes centros comerciales con atracciones de ocio o eventos puntuales para atraer a la caliéntela cuyas cajeras apenan saludan y si alguna conocida del cliente pregunta por el hijo, la hija o el marido enfermo puede provocar suspiros de impaciencia de los que esperan en la cola. Aunque se ha generalizado el adelanto de los medios técnicos en la labranza y la mejora de los transportes y el firme de las carreteras, el sector primario agoniza y apenas subsiste por la ayuda de las subvenciones.
En Canarias se han reducido, drásticamente, las tierras destinadas al cultivo. Antes se exportaban papas, hoy se importan millones de kilos al año y la llamada papa nueva es un producto escaso que se vende por temporada y algunos espabilados la venden como tal, cuando se sabe que viene de afuera. El cultivo de la vid, en franco retroceso. El plátano subsiste gracias a las ayudas europeas de lo que se quejaban agricultores de Costa Rica en educada protesta al comprobar mi condición de canario. En el Reino Unido, el gobierno del 2005 ya no subvencionaba el campo en base a su producción sino para fomentar la belleza del paisaje y la vida salvaje. En Canarias no hace falta. La prueba está a la vista que provoca desolación: cientos de fanegadas de tierras abandonadas donde antes había llanos de plataneras y vergeles de frutas, cafetales regados por agua de estanques que hoy son un montón de tierra. Cadenas de tierras abandonadas, desde hace lustros, que producían cereales, legumbres y hasta caña de azúcar que alimentaba las fábricas de ron puro cuya elaboración se exportó a países del Caribe.
Inmensas llanuras productivas, salpicadas de estanques hoy cegados y restos de paredes de antiguas tierras productivas donde se levantan edificios, casas adosadas, nuevas ciudades dormitorios, que han contaminado a pueblos enteros de los mismos problemas de la capital: ruidos, prisas, coches para los que se construyen estacionamientos subterráneos y han privado a la gente de la convivencia y cercanía de las antiguas comunidades vecinales. Los terrenos rústicos se convierten en urbanos (a veces con las consiguientes coimas) y se construye, no para vivir sino para especular e invertir. La globalización económica ha arruinado al sector primario. El campesinado, una especie humana en franca extinción. Afecta a millones de agricultores en todo el mundo. Hay datos que hablan de miles de suicidios de campesinos en la India. Se acabó la producción de insumos agrícolas que acortaba la distancia entre el campo de cultivo y el plato.
La civilización comenzó hace unos 10.000 años y durante largos periodos de tiempo, después del invento de la agricultura y el sedentarismo la ocupación principal de las mujeres era parir, criar a la prole y mantener la lumbre en el hogar, los hombres domesticar animales y labrar la tierra. Y así se mantuvo a lo largo de milenios. Hoy se produce en cultivo extensivo y sus productos se exportan a miles de kilómetros del lugar de cultivo. La globalización, cierto que acabó con la rémora del minifundio isleño, pero ha acabado con la producción local y la deslocalización hace que los mayores, abuelos o bisabuelos que antes convivían con la naturaleza y en armonía, vigilancia natural de las vecindades, hoy, sus nietos o biznietos vivan en edificios sin alma.
Del drástico cambio sociológico, similar al personal del hombre sabio de las cumbres, deben ocuparse los gobiernos de manera que la historia, las costumbres de mujeres y hombres de la tierra, la tan cacareada llamada a «lo nuestro», sea motivo de estudio y observación en las escuelas de forma que los alumnos sepan quien y como se cultivan las habichuelas y berros del potaje, como los viejos molino de agua y gasoil producían el gofio que viene siendo el desayuno de minerales de la caja del gallo y de donde proceden los huevos de las macro-granjas y que, antes, sus bisabuelas recogían de los nidales al aire y los gallineros donde el gallo desplegaba su poderío y mando entre las gallinas ponedoras y despertaba a las familias al rayar el alba. Y las moscas que antes acudían al reclamo del estiércol en los alpendres o el queso prieto elaborado por las mujeres de la casa en las queseras no sean para el niño que, al contemplar el vuelo de una perdida exclame asombrado: «mamá mira un bicho».
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