Una maestra de Primaria dudaba de si festejar, con sus alumnos, el Día de la madre porque recién había fallecido la de una de sus alumnas. Al final le puso imaginación al asunto y con la ayuda de la psicóloga del centro la animó a que la dibujara tal como la recordaba a lo que la niña accedió rodeando el dibujo de la mamá con corazones, angelitos y besos. Por ello, como todos los años, los alumnos confeccionaron un presente en forma de trabajo manual que, al entregarlo hizo que aparecieran lágrimas de emoción en muchas de ellas que fue mayor cuando, los más chiquitos de la clase, se atrevieron a garabatear, debajo del dibujo o en la solapa del trabajito un «mami te quiero».

Publicidad

El día de la madre, que cada país o región del mundo festeja en diferentes fechas del año, se ha erigido en uno de los paradigmas de lo que significa el amor centrado en una actitud atenta, responsable y generosa hacia los hijos. En el núcleo familiar, madres y padres se han repartido diferentes roles en los que el padre ha ejercido la antigua auctoritas del Derecho romano, traducido a nuestra realidad isleña, en ser el que, en asuntos de gran importancia, tenía la última palabra además de el encargado de poner o quitar penas y castigos. Por contrario la madre ha sido la encargada la pequeña economía del hogar en la compra, mirar para la peseta, las cosas de la casa y, desde que le da el pecho o les prepara el biberón, la crianza y la educación de los hijos.

En cuanto a la personalidad, para el profesor de la Universidad de la Laguna Pedro Hernández, representa la dulzura y suavidad de carácter. Aunque este mismo profesor habla de aspectos negativos como el restarle iniciativa y libertad por el carácter absorbente en la relación madre-hijo que, además, puede fomentar «actitudes cautelosas y conservadoras».

Antropólogos y psicólogos evolucionistas hablan de que en el nexo de unión entre madre e hijo se encuentra el origen del amor, el cariño y la ternura entre los humanos. El Diccionario de María Moliner define la ternura como «una actitud cariñosa y protectora hacia alguien». Mucho más hacia los hijos en sus primeras etapas de desarrollo. La afectividad y el desarrollo de la personalidad futura de los individuos viene condicionada por factores de apego definida como el primer vínculo que se establece entre madre e hijo, durante los primeros años de la vida, después del nacimiento. No solamente referido a la madre biológica sino a quien pueda sustituirla y cumpla las funciones de protección, amparo y afecto. Es lo que son las madres adoptivas de cuyo influjo benefactor en el desarrollo de los hijos hoy no cabe discusión porque se es, no de donde se nace, de sino donde se pace.

Para cualquier madre un hijo es algo muy suyo, entre otras razones, porque alega haberlo llevado nueve meses en sus entrañas, es como si fuera su obra maestra, siempre lo defenderá ante las adversidades, devaneos y hasta comportamientos que puedan rayar en la delincuencia por aquello de la sentencia de versadores argentinos de que no hay hijo fiero para una madre. A la madre canaria, loada por tantos escritores y cantantes isleños, se le ha atribuido un papel pasivo en las relaciones con el mundo exterior, ajeno a la propia familia, pero se le reforzaba socialmente en su rol de dueña y encargada del hogar y los hijos.

Publicidad

En este sentido siempre se le ha caracterizado como cariñosa cuya máxima expresión se encuentra en la expresión de mi niño o niña, referida a todas las edades y que, desde la lingüística y el habla isleña, ha devenido en una parte de la idiosincrasia de ser canario. Las vivencias de los que fueron niños en los años de la posguerra civil hablan de la abnegación, el sacrificio y las privaciones sufridas por las madres de entonces para criar a un rancho de hijos. Si tenían la desgracia de ser viudas quedaban en el más absoluto de los desamparos y, para criarlos con cierta dignidad y no les faltara la comida, se veían obligadas a administrar como Díos les daba a entender, el minifundio de tierras de secano, unas cabras y gallinas ponedoras, sacar adelante una pequeña tienda de barrio, gastarse la vista, a media luz, hasta altas horas de la noche cosiendo para ajeno, desarraigadas de su entorno, sirviendo en casas de gente rica, trabajar en la zafra del tomate o, en última instancia, acudir a los internados de pobres para, en familias numerosas que era lo normal en aquel tiempo, librar a los hijos del hambre y que pudieran estudiar o aprender un oficio.

Hoy la diferencia parece abismal. Una mujer y madre realizada, busca trabajo fuera de casa. Participa de igual a igual, con su pareja, en la crianza de los hijos y combina las tareas del hogar con el trabajo remunerado con lo que ha pasado a ser parte activa del proceso productivo y creación de riqueza. No se les ha olvidado el desempeño del rol de madre cariñosa, solícita y mediadora compatible con el de ser mujer liberada de las fuertes ataduras de un pasado repleto de desigualdades, injusticias y frustraciones. Pero, antes como ahora, también está sujeta a momentos de tristeza cuando un hijo o hija abandona el hogar para crear el suyo si ha tenido suerte en la búsqueda de un trabajo y salario dignos. Pero hay momentos en que la tristeza se puede convertir en desencanto cuando, desaparecido para siempre su compañero, se encuentra sola, viendo como pasa el tiempo detrás del visillo de la ventana, esperando la llegada de un hijo, hija o nuera ausentes que pueda probar la rica comida, tan valorada por los que, en otro tiempo feliz, vivían en la casa o que, por problemas de salud, les hagan compañía en la consulta médica de un centro de salud. Entonces se acuerda de ese dicho que expresa un estado de gran frustración y que dice que una madre es para cien hijos y un hijo no es para una madre.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Regístrate de forma gratuita

Publicidad