En el imaginario de agencias de viajes por ofrecer a los posibles turistas viajes cuanto más raros y distinguidos, mejor, surge la de la sorpresa de llegar a cualquier aeropuerto, encontrarse con un cartel con su nombre y que el guía le conduzca al hotel de una ciudad desconocida, no apalabrada de antemano con el turoperador que le vendió tan original paquete. Cuando, alguien interesado en la oferta, pregunta, antes de emprender el viaje, qué ropa debe llevar en la maleta, se le responde que, más o menos la del tiempo de la estación en que se viaje porque siempre se tratará de una ciudad europea. Supongo que será del sur del continente europeo, norte de África o las Islas Canarias porque si se trata de una ciudad de las muy al norte de Europa yo he estado en La Laponia finesa, en pleno mes de Julio, con abrigo polar y calefacción en las habitaciones. Pero es que hay más.
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La última moda para ociosos turistas, presuntuosos hasta el extremo de raros y creerse únicos, es la de comprar un paquete de una agencia especializada que ofrece la experiencia de dejarlos botados en una isla desierta. Con dos modalidades: la de dejar al cliente, casi abandonado a su suerte, en la isla al albur de las tormentas que, él mismo, se arme el cobijo con sus manos y teniendo como medio de subsistencia lo que se encuentre en su deambular por entre una flora desconocida y fauna, quizá salvaje, o el propio aprovisionamiento que lleve en la maleta o morral. Y otra, la de dormir bajo el techo de una cabaña prefabricada, con un mínimo pero suficiente avituallamiento encomendarse a un guía que le conduzca, con cierta seguridad, por lo diferentes paisajes de la isla. El precio, en ambos casos, no está al alcance del cualquiera.
Pero este postureo de original viaje, nunca más allá de una semana de supuesta soledad, contrasta con los que, de verdad por accidente, necesidad o ficción se vieron abocados a quedar, dejados de la mano de Dios, en la más peligrosa y desgraciada soledad de una isla, a miles de kilómetros de un trozo de continente o civilización. Así lo cuenta, ya hace siglos, el escritor Daniel Defoe en la paradigmática obra de Robinson Crusoe, una novela de aventuras, publicada en 1719, que narra la vida del náufrago inglés Alexander Selkirk, que pasó 28 años abandonado en una isla desierta, casi atolón, que el autor sitúa en la cuenca del Orinoco. Por lo que al cine respecta recordar la película Náufragos, película de 1944, magistralmente dirigida por Alfred Hitchcock que narra las relaciones de un grupo de náufragos en medio de un tremebundo paisaje de aislamiento y niebla en una balsa de no más seis metros de eslora. Más recientemente la película El náufrago dirigida por Robert Zemecki e interpretada Tom Hanks que, a su regreso al hogar de la isla que lo volvió tarumba, se encuentra con la desagradable sorpresa de no ser reconocido por su propia mujer que, cansada de esperar, la daba por muerto o desaparecido. Sin embargo, no fue ficción lo que le sucedió al pescador Alejandro Velasco que estuvo diez días a la deriva, en una balsa, por el mar Caribe. El escritor García Márquez tuvo la oportunidad de entrevistarlo y publicar, por entregas, su real, imprevista y casi agónica aventura en el periódico El espectador de Bogotá.
Cito, por último, el recién descubrimiento del que parecer ser el último hombre que vive en la más absoluta y salvaje soledad. Se encuentra, en plena Amazonia de Brasil, en el territorio indígena de Tanaru, náufrago en medio de un universo verde. Por no tener no tiene ni nombre y su existencia transcurre en un chamizo de ramas y pajas. Le llaman el “hombre del agujero” porque tiene por costumbre cavar hoyos para cazar o para esconderse si viene alguien.
A los otros náufragos de engaño y pacotilla no les crecerá la barba hasta la cintura, ni hablarán consigo mismo, chiflados de tantos meses de soledad, ni saltarán con gritos y espavientos para que los pueda ver un barco que cruza en lontananza. Eso sí, conforme se acerca el último día de estancia de su impostada soledad, crecerá su impaciencia por contar tamaña aventura a amigos y familia. Me recuerda a las bravuconadas y fantasmadas que cuentan los que participan en zafarís, también de gente de la realeza que han pasado o pasan parte de su tiempo en Babia, en selvas africanas, con perímetro de seguridad, por los que pagan cantidades, solo a al alcance de su clase social de privilegiados y ricos por castigo, para apuntar y disparar a animales en retirada, medio cegatos incapaces de huir porque apenas se tienen en pie. Estos nuevos frikis no pasaran por ser inmortales, aunque se atrevan a grabar sus nombres en una piedra o el tronco de un árbol del plátano o el pan. Tampoco se trata de la productiva soledad que buscó el emperador Aureliano en las zonas más alejadas del Imperio para que le ayudaran a comprender su destino.’
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