Vea la portada de CANARIAS7 de este jueves 13 de marzo

A principios de los ochenta apareció en grandes carteles y vallas publicitarias un provocador anuncio que incitaba al erotismo subliminal. Una chica mostraba el trasero ceñido con un calzón corto, moda vaquera, con una simple frase como reclamo: «tócame el rock». Hoy cualquier movimiento feminista bien podría tildarlo de puro machismo o, cuando menos, de «micromachismo». Pero, en ese momento, fue un eslogan de motivación publicitaria que asociaba, con acierto, el sinuoso trasero de la muchacha con el género musical que transformó el mundo. Sucedió en el año 1947 con la canción Good Docking tonicht del cantante de blues de Nueva Orleans Roy Brown. Siete años después el mítico Elvis Presley lo catapultó a la fama y convirtió la nueva música y ritmo en inmortal.

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Desde el punto de vista musical se trata de reminiscencias de varios géneros musicales como el folk, country, y músicas del apartheid afro que grupos informales tocaban a las puertas de los metros, restaurantes o a la caída de la tarde, mezclados con el piberío rubio que acababan de darse el último baño en las playas de la dorada California. Después, el nuevo sonido estridente que salía de las barrigas de las guitarras eléctricas, locas para los negados al cambio, pero también suaves y melodiosas baladas de enamorados se propagó, a través del vinilo y llegó a la península ibérica y las Canarias a través de la valija de pilotos de Iberia como Ángel Álvarez al que muchos escuchamos, con su típica voz honda y aterciopelada, en el Madrid universitario a la hora de la siesta.

Desde ese tiempo hasta ahora nadie ha podido quedar al margen de su influencia que, más tarde, propagaron por los cinco continentes los cuatro jóvenes que cantaban y tocaban, en medio de la chumacera (jumacera, si se quiere, en habla canaria) y las pintas de cerveza, en un garito de Liverpool. Al movimiento contestarlo se unieron otros cantantes del momento como cantantes como Johan Baez, Bob Dylan, Jhon Cage y los grupos de California, Beach Boys, Mamas and the papas que, entre efluvios de marihuana cantaban el «haz el amor y no la guerra» y, aunque era sabido que la droga mataba, las paredes del campus universitario de la Universidad de Madrid aparecían rotuladas de grafiti con que «la droga mata lentamente pero no tenemos prisa».

A la mayoría de la juventud de esa época le atraía más los aires de la contracultura, transgresión y rebelión que trajo el rock que las soflamas políticas. Como muestra baste decir que, a finales de esta década prodigiosa de los sesenta, se expulsaban más jóvenes de los hogares, por parte de padres intransigentes que la policía llevaba a las cárceles por armar alborotos callejeros pidiendo justicia a excepción de las grandes manifestaciones en Washington y Nueva York pidiendo el fin del Apartheid o el fin de la guerra de Vietnam.

Una gran parte de nuestra juventud isleña que vivía en las ciudades y zonas de turismo ya no bailaba boleros, pasodobles y rancheras al son de rondallas de pulso y púa sino las nuevas melodías tocadas por conjuntos de voces y guitarras con panza y clavijero metálico en oscuras boîtes o discos de 45 revoluciones en guateques de azoteas, garajes o traspatios bajo la tenue luz de bombillas tapadas con papel de plexiglás encarnado. Con el rock, cuyo Día Mundial la ONU ha colocado el 12 de este este mes julio, se inició una rebelión juvenil contra la cultura del momento en plena expansión del capitalismo, del dinero, la porra, el vivir ñoño de la burguesía, los curas de entonces, el aburrimiento y la muerte. Una contracultura entre el conformismo y las utopías de liberación, caldo de cultivo que culminaría, a cantazo limpio contra las porras y los tanques de agua policiales, en París, con la Revolución de Mayo del 68.

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En las Canarias, los estudiantes universitarios desafiaban a los grises parapetados en las cornisas y campus de la Universidad de La Laguna y en las zonas turísticas, los jóvenes, se iniciaban en el amor con pibas, piel de leche y color de cangrejo, que venían del frío en busca no solo de sol sino de los exóticos, bronceados y pacíficos playboys del solar isleño.

Para los que peinan canas en el poco pelo que les queda o se unen, porque no les queda más remedio, a la nueva moda que inició, también en los años sesenta el actor Yul Brynner les queda la añoranza de que «cualquier tiempo pasado fue mejor» y con que «los viejos roqueros nunca mueren».

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